Opinión
Veneno Puro
Rafael Loret de Mola
18/03/2018
La única manera de abatir al presidencialismo autoritario, en la realidad y no en los discursos, sería con una reforma constitucional que finiquitara el modelo de la República presidencialista exaltada por el ejercicio público de una voluntad superior aun cuando se establezcan contrapesos en los otros poderes de la Unión.
El solo hecho de que el Ejecutivo recaiga en un solo individuo frente a legisladores y jueces –los primeros se multiplican a golpes de iniciativas en pro de una entrampada pluralidad-, refrenda el acento egocéntrico de la estructura gubernamental.
Ya hemos dicho que en un régimen parlamentario la jefatura de gobierno –fuera del simbolismo de la representación del Estado que puede estar en manos de monarcas coloridos-, recae en quien encabeza el listado de congresistas más votado y tenga capacidad para negociar con las demás fuerzas políticas los consensos necesarios para asegurar la viabilidad del gobierno.
Esto es, se estima que quien está llamado a señalar las líneas generales no puede ser motivo de zancadilleo permanente por parte de cuantos conforman la segunda fuerza política tras el desplazamiento derivado de las urnas.
De esta manera funciona el principio democrático en pro de las mayorías sin que ello signifique el aplastamiento automático de la disidencia.
En México, como siempre, nos hemos quedado a mitad de la ruta. El señor fox anunció, en abril de 2001 y con motivo de su primero y único informe trimestral –la costumbre cesó en cuanto se sopesaron los riesgos derivados del incumplimiento notorio de la palabra empeñada hasta el punto de que el personaje no pudo siquiera rendir su último informe anual ante el pleno del Congreso atrapado en una densa marea de protestas-, el fin del presidencialismo autoritario.
Lo hizo, como solía ser su costumbre, con la discrecionalidad característica de sus antecesores cuya funcionalidad se desarrollaba precisamente por efecto de la concentración de poder ante un Legislativo complaciente, esto es integrado por una amplia mayoría de incondicionales, y un Poder Judicial que dependía de la figura central para su integración.
Se interpretó entonces que la torpeza del mandatario señalado, aunada a su evidente ausencia de carácter que le impulsó a vadear las conflictivas de mayor calado dejando pasar el tiempo para endosarle la responsabilidad a quien heredara el alto cargo, era demostración del acotamiento de la figura presidencial por efecto de la vocación democrática de quien ejercía las funciones presidenciales y optaba por desdeñar algunas de ellas.
Nada más falso si consideramos que, a pesar de sus limitaciones emocionales y políticas, siguió ejerciendo unilateralmente el poder central incluso para anunciar el fin del presidencialismo, sin más consenso que el propio, o para validar, en la misma línea unipersonal, el oficioso concepto del cogobierno al lado de su ambiciosa consorte que no pudo, al fin, lograr para México el discutible honor de encabezar un matriarcado al estilo de la Argentina de Evita, Isabelita y Cristinita.
(En Buenos Aires me llamarían misógino por este comentario; ante la historia, en cambio, basta sopesar causas y efectos para medir los saldos negativos del estatus reflejo que termina por devorarse al original.)
Por las Alcobas
En este punto me gusta registrar mi devoción por las mujeres que son dignas de ocupar la mayor de las responsabilidades ejecutivas.
El caso de la chilena Michelle Bachelet Jeria, presidenta por segunda ocasión de su país, por ejemplo, es más que suficiente, aun cuando no todo cuanto toca se convierte en oro, para señalar la diferencia.
Porque nada tiene que ver una luchadora social, quien creció con su propio martirio, con una trepadora capaz de seducir y enloquecer a la pareja hasta sumirla en la frivolidad y en la intrascendencia.
Para infortunio general los afectados se enteran muy tarde, esto es cuando ya no tienen capacidad de reacción.
El ejercicio presidencial, en fin, obliga a ciertos desprendimientos y sacrificios. Por ejemplo, la libertad individual debe ceder ante el imperativo de armar la agenda del mandatario quien está obligado a cernirse a ella.
Los demócratas saben, además, que a diferencia del ciudadano común, habilitado para realizar cuanto quiera excepto lo que le está prohibido por las leyes, el mandatario sólo puede hacer cuanto le está específicamente ordenado y todo lo demás le está vedado.
Tal es la clave para entender el principio toral de la democracia: la soberanía popular que habilita a la clase gobernante de manera perentoria.
Por ello, claro, la reelección contradice la esencia misma del modelo, precisamente por cuanto implica de permanencia en uso de la parafernalia oficial, aun cuando se insista en la legitimidad de validarla a través de los sufragios.
Por desgracia la confusión somete a las sociedades poco informadas y por ende altamente susceptibles de ser manipuladas