Rafael Loret de Mola
22/11/2016
*Santuarios o Ghetos
*Modas que se Apagan
*El Chapo y su Salida
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La moda entre los emigrantes mexicanos, sin papeles e incluso residentes en los Estados Unidos, es aglomerarse para fundar nuevas villas y pueblos a los que llaman “ciudades santuarios”; igualmente, hace unos días, el alcalde de Chicago, Rahm Emanuel, quien fuera además jefe del gabinete a las órdenes de Barack Obama, insistió en que su ciudad, una de las mayores concentraciones humanas del vecino país, sería “un santuario” para quienes llegaran con perspectivas de trabajo y con la seguridad de que no serían perseguidos; esto es, deberán para ello cruzar casi todo el territorio estadounidense. La oferta tiene sus bemoles.
Pero tal es la tendencia. Aglutinar a los mexicanos y centroamericanos en aldeas en las que no puedan “contaminar”, de acuerdo a los nuevos criterios fascistas en boga, a la sociedad norteamericana con tradiciones, costumbres y actitudes antagónicas. Exactamente el mismo criterio que fue una de las condiciones persecutorias de quienes formaron parte del fascismo y/o el nazismo durante la Segunda Guerra Mundial y que, supuestamente, fueron derrotados por los aliados que dijeron representan a la democracia universal como modelo de convivencia ideal. ¡Qué lejos estaban de pensar que un sujeto como Trump estuviera a un mes y medio de asumir la presidencia de la mayor potencia de todos los tiempos!
De hecho, hay historias que estremecen al respecto planteando el peso del racismo y la xenofobia en la comunidad estadounidense que no americana. Una de ellas tiene que ver con el gran atleta de ébano, Jesse Owens, ganador de cuatro medallas de oro durante los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936 y con Adolf Hitler en las gradas esperando una victoria arrolladora de los escogidos estereotipos de la raza aria; las victorias del estadounidense de color fueron, cada una, bofetadas en el rostro del racista que quería devorar al mundo para imponer sus doctrinas brutales, hasta el exterminio de los “inferiores”. La crónica es muy triste porque, a su regreso, el poderoso deportista, cargado del áureo metal, fue discriminado, una y otra vez, siendo obligado incluso a entrar por la puerta del servicio a hoteles neoyorquinos de renombre, incluso cuando asistía s los mismos para ser homenajeado; y su entrenador, éste sí, ni siquiera lo acompañó en tales ocasiones siquiera como un acto de mínima solidaridad.
Les digo, con franqueza, que ya no quería observar encuentro alguno de la selección nacional luego del desastre con Chile –siete a cero-, en la Copa América. Pero no pude substraerme al interés de observar si los “verdes” eran capaces de sobreponerse a un estadio infestado de nacionalistas trumpistas –o trompudos, como suene mejor-, para dar una lección y volver al carril de la victoria del que se habían desprendido desde hace tres lustros. Y lo hicieron, ganando por 2-1, en contra de las apuestas y el exultante fanatismo de las nuevas huestes que en Ohio, donde se desarrolló el encuentro, hicieron ganar a un personaje repudiado por el mundo y abrazado por más de 60 millones de votantes, menos que los acaparados por Hillary, que le hicieron vencedor con 306 puntos electorales sumados los obtenidos en los estados donde su causa fue mayoría –así fuera mínima- y borrados la totalidad de sufragios a favor de la señora Clinton.
Pero, desde luego, los neonazis que asistieron al estadio de Columbus –no el de Nuevo México hollado por las botas de nuestro gran Pancho Villa, el dorado refulgente-, provocaron a los pocos mexicanos asistentes y a punto estuvieron de provocar una tragedia. Las ofensas fueron del tono más elevado sin la intervención policíaca, enarbolando un mensaje reiterado: “ustedes viven de los Estados Unidos y los vamos a sacar de aquí”. Además, claro, de insultos con pretensiones degradantes y desafíos que pudieron terminar en linchamientos mientras los uniformados sonreían, cómplices, de la barbarie verbal. Ni una sola disculpa posterior, ni una multa de la amafiada FIFA –como hubiese ocurrido si fuera nuestra la sede-, hacia el batallón del balompié derrotado en su propio territorio. Sí, es sólo un juego; pero a tres días del triunfo de Trump aquello cobró sabor a epopeya. Y confieso que no soy aficionado al fútbol… salvo cuando juegan los Pumas o el Real Madrid.
Fue interesante, en Columbus, que los organizadores organizaran el despliegue de una bandera, la de las barras y estrellas, en la cancha y ocupando la mitad de ésta, como adelanto demasiado optimista sobre un resultado que preveían favorable. Desde dos días antes, luego de las elecciones controvertidas –señalamos a Trump como vencedor, desde junio pasado, aunque no deseábamos tal cosa-, los jugadores estadounidenses llenaron los mensajes publicitarios de sentencias destinadas a sugerir la paulatina superioridad de los anglosajones y la debilidad de sus contrarios, con mensajes como éste: “antes nos ganaban todos los juegos; pero desde 2001 somos superiores…”
Sí, superiores como marcaba la preminencia de la raza aria en los días de la mayor de las tragedias universales; siempre se vuelve al mismo punto, a la obsesión de dominar, de pisotear, a los contrarios, en un mundo, por desgracia, bajo el control, hegemónico de los Estados Unidos; quienes no están con éste, como lo señaló Bush junior en la antesala de su invasión a Irak, son enemigos de la superpotencia. Es decir el decantado “mundo libre” termina en donde el rencor contra los estadounidenses es repelido, diplomáticamente a mediante la brutalidad del terrorismo, la moderna guerrilla para contrarrestar diferencias armamentistas inmensas.
Ante el inmenso poder que tendrá Trump, a partir del 20 de enero próximo, el gobierno mexicano dice estar blindado, pero no es así. Las fluctuaciones permanentes del peso ante el dólar, la inhibición de los exportadores mexicanos y, sobre todo, la amenaza latente de que sean expatriados tres millones de mexicanos desde la Unión Americana, con sellos fútiles de delincuentes, abre una tremenda cauda de interrogantes, la primera de ellas: ¿qué haremos con quienes regresen masa por órdenes del nuevo tirano del mundo?
Es muy posible que los más beneficiados por las deportaciones, y con posibilidades de asimilar los brazos no ocupados, sean los grandes cárteles del narcotráfico; éstos sí podrán reponer a sus “caídos” para mantener el “equilibrio” deseable en el mercado estadounidense de drogas, administrado por la CIA, la DEA, la NSA y e FBI, cuatro entes siempre en disputa dentro de la misma estructura gubernamental además, claro, de los marines y el Pentágono. Un revoltijo de poderes que merodean, a diario, por la sitiada Casa Blanca.
Acaso, los republicanos sean más propensos a situarse como títeres del gran poder, digamos al estilo del clan Bush uno de los grandes beneficiarios de la especulación petrolera y, desde luego, siempre dispuestos a la guerra por donde sea. No decimos que los demócratas sean muy distintos sino, más bien, optan por un sentido bastante soez de la falsa democracia: hablan una cosa y desarrollan otra, como en el caso del millón y medio de mexicanos deportados a lo largo del régimen “amable” de Barak Obama, el más blanco entre los afroamericanos de la Unión.