Rafael Loret de Mola
25/03/15
*Causas de Ilegitimidad
*Hombres del Presidente
*La Dura Caída de Nixon
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El presidente de una República democrática no puede ser legítimo sino cuenta, cuando menos, con la mitad más uno de los sufragios emitidos y una concurrencia a las urnas de la mitad del Padrón, una cuestión que en las estadísticas raya en el absurdo: subrayan que es mayor la afluencia cuando los candidatos oficiales no han tenido adversarios mientras que en aquellos comicios reñidos o con tendencia hacia la oposición –las últimas tres presidenciales-, la abstención suele ser mayor. Tal es un signo deplorable de opacidad y contubernio que, hasta este momento, anula la credibilidad del órgano rector, el Instituto Nacional Electoral –otrora el IFE, antes de la gran revolución de las siglas-.
La legitimidad de un mandatario federal –quien obedece y no aquel que manda-, deviene no sólo de obtener una mayoría de votos, menor al cincuenta por ciento de los votantes bajo el argumento de que “se gana” así sea con un voto de diferencia, sino de otros importantes factores:
1.- Que haya conquistado los sufragios por vías morales y plegado a las leyes de la contienda; esto es sin estímulos pecuniarios a los votantes para cooptarlos por debajo de la mesa si bien éstos pueden revirar el sentido de su voluntad política… lo que no siempre pueden hacer por la estrecha vigilancia de los “testigos invisibles” que confirman el cumplimiento del acuerdo amoral.
2.- La democracia, como pretenden algunos fariseos al servicio del poder público, de ninguna manera termina en las urnas sino comienza en ellas cuando, de verdad, la transparencia le gana a las truculencias. En México sólo se han dado muy pocos casos de limpieza electoral, digamos en 1910 y en 2000, entre otras cosas porque los observadores del exterior no dejaron de estar pendientes del fin de la dictadura porfirista y, noventa años después, de la derrota de la hegemonía priísta si bien convenida con los estrategas… de la Casa Blanca.
3.- Mantener, a través del mandato respectivo, el mismo porcentaje mayoritario –la mitad más uno de los sufragantes-, que dio cauce a la victoria electoral. Cuando un presidente incumple sus proyectos iniciales y se lanza a realizar otros, como las encasilladas reformas peñistas, debe ser sometido a un consenso público para validar o no su desempeño y, en todo caso, removerlo si ha sido incapaz de gobernar con congruencia respecto a los principios torales de la República y los intereses generales; y tal es la única manera de confirmar que la soberanía radica “original y esencialmente” en el pueblo y no en la pequeña elite que rodea al mal llamado “jefe de las instituciones nacionales” –recuérdese que existen tres poderes, tres bases en donde se cimienta la República, y el mandatario sólo es cabeza del Ejecutivo, cuando menos en el ordenamiento superior-.
Para desgracia nuestra se confunden los términos y cuantos han accedido al poder desde la promulgación de la Carta Magna en febrero de 1917, incluyendo al propio “primer jefe” de la Revolución, Venustiano Carranza, olvidan demasiado pronto las garantías ofrecidas y tienden a acaparar poder hasta por encima de sus posibilidades para ejercerlo. Tal sucedió, por ejemplo, con Pascual Ortiz Rubio, el célebre “nopalitos” -por “baboso”, decían-, supeditado al Maximato callista en 1930, y ahora ocurre, ochenta y cinco años más tarde, con la administración de peña nieto dominada por las viejas mafias –salinas, zedillo-, y atorada por la ausencia casi total de visión de Estado y de perspectivas hacia el futuro. Los vicios del sistema parecen inamovibles.
En ocasiones, muy pocas, los golpes de Estado responden a la sed de legitimidad en las sociedades mancilladas. Es una ruta que, desde luego, no es deseable por cuanto converge a la violencia salvo en casos excepcionales. Pero tal puede justificarse ante una opresión severa, el descontrol absoluto o la traición desde el seno de quien se convierte en dictador; y existe el riesgo de que a una tiranía siga otra y así interminablemente con altísimos costos para la comunidad.
De allí que lo razonable sea, cuando se ha perdido la interrelación de confianza entre los gobernados y los gobernantes –me temo que es el caso actual-, establecer un plebiscito o un referéndum para determinar el nivel de aceptación de quien conduce el gobierno en el entendido de que si tal es obviamente minoritario pueda revocársele el mandato sin salirse de los lineamientos constitucionales que prevén las causas graves para justificar una “licencia” irrevocable y definitiva –los cargos supeditados al sufragio universal no son renunciables-, dando cauce a un gobierno substituto que termine el periodo constitucional. Las formas están establecidas; no entiendo, entonces, el porqué de tanto temor ante esta hipótesis.
De acuerdo a las últimas reformas, de 2014, en caso de ausencia definitiva del mandatario –por muerte o licencia irrevocable-, el Congreso de la Unión designará al presidente provisional, si la falta ocurre dos años después del inicio de la gestión sexenal, quien sólo cubrirá la vacante hasta que el propio Congreso determine quién será el mandatario interino dispuesto para terminar el periodo respectivo.
La reforma de 2014 al artículo 84 introdujo una moción para que el secretario de Gobernación ocupe el despacho presidencial en tanto el Congreso delibera y en un plazo que no se extenderá más de sesenta días. Ello ha dado a multitud de especulaciones acerca de si el actual titular del ramo, el hidalguense Miguel Ángel Osorio Chong pudiera ser removido para evitar su asunción indeseable considerando el posible retiro, por enfermedad, del actual mandatario peña.
No son pocos a quienes preocupa que el remedio salga peor a la enfermedad. No en este caso porque, sea por consenso o refugiado en los males que padece, la hipotética salida de peña sería una victoria popular de tales dimensiones que sería absurdo confrontar a las masas imponiendo a un personaje de la misma línea. El incendio civil sería tan grave que hasta el más tonto de los legisladores lo prevería y admitiría la opción de un personaje apartidista –o cuando menos lo más que se pueda-, como en los casos de sendos presidentes de la Comisión Nacional de Derechos Humanos y del Instituto Nacional de Electores, aun cuando los designados hasta hoy no hayan demostrado plena autonomía respecto a las consignas de los operadores de Los Pinos.
El fin primario de la democracia es asegurar el gobierno del y para el pueblo, de acuerdo a la definición clásica; y en México ocurre precisamente lo contrario: se refuerzan los intereses corporativos y se aduce que los trabajadores carecen de respaldo alguno para imponer sanciones amorales a cuantos ejercen su libertad y son perseguidos por ello.