Rafael Loret de Mola
16/11/16
*No hay Defensas
*El Círculo Rojo
*Bandera y Banda
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¿En qué momento perdió México la totalidad de su soberanía nacional? El solo cuesti9namiento enferma pero no puede evadirse más. La política exterior de nuestro país es ya un desastre –lo es desde la designación de Jorge Castañeda Gutman, el novio que fue de Adela Micha, durante el mandato de vicente fox-, como consecuencia de nuestra vulnerabilidad ante las condiciones y posiciones del nuevo, inminente, gobierno de los Estados Unidos. Si llegase el caso, la fuerza bruta nos arrojaría al canal del desagüe con todo y la soldadesca utilizada como escudo endeble. No habría manera de defendernos aunque el Himno cante que la Patria tiene un soldado en cada hijo.
A estas alturas pocos lo creen y eso lastima mi conciencia y seguramente la de muchos otros. Algunos todavía creen en que el mundo no cambia y todo es cuestión de mantener en alto el poder del dinero; quien lo tiene, aseguran, no tendrán problema alguno para alcanzar el privilegio de una visa para visitar un territorio minado con la xenofobia sembrada por el miserable Donald Trump durante una de las campañas más irreverentes y soeces de la historia. No se recuerda algo peor aun cuando existan episodios chispeantes a lo largo de la historia; pero jamás del nivel actual cuando el mundo observó con horror los despiadados lances racistas de los pretendientes a ser huéspedes de la Casa Blanca, acaso la única propiedad que no se pone en venta pero sí se compra.
En 1992, por ejemplo, Bill Clinton, consorte de Hillary, fue acusado de sostener un amorío a través de doce años –esto es cuando gobernaba Arkansas-, con Jennifer Flowers; el candidato demócrata lo negó con vehemencia y mandó a Bush padre a las regaderas a pesar de la privilegiada información de éste sobre los asuntos personales, una discusión, por cierto, que se traduce en México como un abuso contra la intimidad de la clase política con excesos coercitivos tales como la figura del “daño moral” destinada a callar o amordazar las voces críticas. En lo particular, hago caso omiso de ello porque por encima de la ley debe prevalecer la justicia y la libertad.
Otro episodio tremendo se vivió en 1959 cuando un sudoroso Nixon se defendió de los arrebatos de Kennedy, sudoroso y transpirando, mientras el segundo no perdía la serenidad a pesar de ser superado en argumentos. Al final de cuentas, el drama de Dallas, en noviembre de 1963, terminó con el sueño de Camelot y su reina Jacqueline; y sólo hasta 1968 Nixon logró ser huésped de la Casa Blanca, muy sucia por dentro.
De acuerdo a las crónicas presidenciales, las campañas sucias iniciaron, nada menos, en 1800 –antes de que nuestro México fuera una nación independiente, por cierto, aún dominada por el flagelo del virreinato español-, durante el enfrentamiento entre John Adamas y Thomas Jefferson, alegándose que el primero era “hermafrodita” y al segundo le infaman, con los parámetros de la época, de ser hijo de una mestiza y un padre mulato de Virginia. El racismo, extendido a más de dos siglos, en una nación que se dice vanguardista y defensora de la democracia y la igualdad. Falacias puras que los hechos desmienten.
Pese a lo anterior, un descendiente de kenianos y nacido en Honolulú, Barack Hussein Obama –siempre me sentiré sorprendido de la similitud de sus apellidos con los de los dos mayores predadores de su nación, el ex presidente de Irak y el líder espiritual y militar de Al Qaeda-, colocó en la Casa Blanca su huella y solidificó el estatus de los hombres de color, afroamericanos les llaman, sobre cualquier tendencia al racismo todavía infiltrado en millones de norteamericanos. No, no fue demostración de una mayor apertura sino mero pretexto para el reacomodo de las fobias, los rencores y los aires belicistas que dieron lugar a la creación del todavía vigente Estado Islámico que sólo podrá ser extinguido con la sangre de todos quienes lo forman; con uno sólo volverá la guerrilla transformada en terrorismo.
Todavía hay quienes debaten si la conjura contra Francisco Villa, que culminó con el asesinato del caudillo en Parral en julio de 1923, se debió a un acuerdo entre Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles, bajo el gobierno del primero y la sucesión a favor del segundo, sendos sonorenses. Siempre he sostenido que tal atentad, más bien, fue una vendetta por parte de los Estados Unidos, acaso consensuada con los jefes revolucionarios, para vengar el “atropello” que significó la única invasión al territorio estadounidense, encabezada por el Centauro, en Columbus el 9 de marzo de 1916 apenas siete años antes del magnicidio. Si seguimos los rastros encontraremos a los buitres.
Pero ni siquiera los historiadores más acuciosos se atreven a sostener la tesis a pesar de las múltiples implicaciones que conlleva, lo mismo cuando se analiza la invasión sufrida en Veracruz por parte de los marines insolentes bajo el gobierno del “chacal” Victoriano Huerta quien luchaba por el reconocimiento –imposible- a su gobierno usurpado. Fue, precisamente, hasta el gobierno de Obregón cuando Washington otorgó su complacencia en el papel de núcleo de las naciones “libres”, esto es bajo su influencia.
No hay nada hoy que permita encontrar una perspectiva distinta a las narradas en líneas anteriores. Al contrario: la insolencia contra México nos augura temporales de muy altos grados en plena debacle, además, de nuestro gobierno, señalado en el mundo por genocida y corrupto – y otros calificativos bien sustentados igualmente-, y con una sociedad inerte y en penoso estado de indefensión. No tenemos, para decirlo coloquialmente, agarradera.
Incluso la propuesta del absurdo “muro de la ignominia”, apoyada no sólo por Trump sino por algunas decenas de congresistas republicanos –y uno que otro demócrata-, pese a que ya existe en la mayor parte de la frontera, tiene como propósito central replegar al gobierno mexicano, con este tipo de amenazas, a cambio de una apertura comercial sin condiciones aunque no sea recíproca con los productores de nuestro país. Falso que se trate sólo de inmigrantes –porque los propios estadounidenses saben bien que los necesitan-, en un contexto rebosante de ambiciones y presiones imparables.
¿Y todo esto por qué? Sabemos bien que, a través de la historia, los Estados Unidos jamás han sido nuestros amigos aunque se llenen la boca mintiendo. Pese a ello, contábamos con un excepcional parapeto que exaltaba la razón sobre el uso de la fuerza militar, la bruta. Tal era la célebre “Doctrina Estrada” –obra del doctor Genaro Estrada bajo la presidencia interrumpida de Pascual Ortiz Rubio-, a favor de la autodeterminación de los pueblos y la no intervención. Con ello, claro, fue factible que México defendiera el libre curso de la revolución cubana y los intereses de las naciones del sur convirtiéndose en líder diplomático de Latinoamérica.