Rafael Loret de Mola
19/09/16
*Vandalismo Moderno
*Recuerden Historia
*Dramas y Lecciones
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A estas alturas, cuando el término igualdad se tergiversa con frecuencia –los hombres y mujeres del mismo sexo no pueden procrear hijos pero tal no exime sus derechos a vivir cómo les dé la gana-, bajamos a las laderas del medievo con intenciones de colgar o quemar a cuantos no piensan igual a nosotros; destruirlos es más fácil, claro, que convencerlos y en tal se basan las apocalípticas muestras de barbarie intelectual que azotan a nuestro país y a buena parte del mundo globalizado de acuerdo a los dictados de la mayor tiranía de todos los tiempos: la de la Casa Blanca y sus agencias de espionaje.
Me resulta complejo entender, en estas condiciones socio-políticas tan adversas, la insistencia en discutir sobre cuestiones que los criterios modernos han resuelto desde hace tiempo y, sin embargo, continúan siendo materias de agrias discusiones, sin posibilidad de acuerdos, por las resistencias atávicas de instituciones intolerantes, sea por reaccionarias –que se sujetan al pasado-, o por un vanguardismo extremo incapaz de comprender la pausada evolución de la mente humana en un entorno rebosante de odios, de confusiones –como el animalismo por el cual se pretende igualar los derechos humanos a los de los irracionales-, de rencores acumulados -ante la visión de una clase política cubierta de corrupción y bajo el cobijo de la impunidad-, y exaltados requerimientos en pro de un sistema distinto en el que, por principio de cuentas, no se deba soportar a los farsantes ocupantes del poder.
No es sencillo vivir con las cadenas de la indiferencia; temo que quienes lo hacen viven en sus conciencias una tormenta al refugiarse en comodidades pasajeras por las cuales se es capaz de soportar ser pisoteados por los de arriba. Lo mismo aquellos que sobreviven en sus trabajos aguantando a patrones insolentes y explotadores, que los cobardes arrimados al fogón de las instituciones para sentirse superiores a cuantos reclaman por leña no para las hogueras sino para atizarlos como armas contra los falsarios, mafiosos y, sobre todo, aprendices de políticos con banda presidencial. ¡Conocemos a tantos!
Durante varias semanas la discusión entre quienes observan peligrar a las familias por cuanto al avance, en derechos y privilegios, de la comunidad lésbico, gay, bisexual, transexual e intersexual –debo reconocer que no entiendo todas estas especialidades, especialmente la última-, en no pocos casos atizados por los poderes terrenales, Iglesias incluidas, protegidos, dicen, por los poderes espirituales cuyas fuentes son exclusivas para determinado grupo. Como la tierra prometida, diríamos, o el pueblo preferido de Dios.
Precisamente, en el mismo nivel, anotamos los prejuiciosos sostenes de las monarquías que pretenden usurpar existencias plácidas con la representación de sus Estados por “la gracia de Dios”, así sea al frente de distintas religiosas; y con ese “derecho divino” pueden no sólo proclamarse sino asegurar a sus herederos hasta que el pueblo depauperado despierta y acaba con los mitos. España se está tardando; y las monarquías africanas, por ejemplo, se consolidan por el aislamiento y sus atrocidades.
Realmente no entiendo que un mundo cambiante, con tendencias morales y políticas distintas, pueda aún defender a la aristocracia y su cúspide, los monarcas, pese a sus permanentes quejas sobre la desigualdad económica y los costos enormes de los reinados, cada vez más mermados por la crispación. Ahora mismo, en Cataluña, crecen los gritos independentistas con el objetivo pleno de enaltecer a una nueva República, democrática, sin España como lastre. Así lo piensan allá y, de verdad, esta actitud me ha hecho reflexionar mis juicios anteriores sobre lo innecesario de una desunión estéril. Ahora observo lo inútil de arrastrar al carro de Felipe VI y su plebeya Letizia -¡ay si les contara!-, bajo el falaz argumento de que así se mantiene un símbolo unificador –lo cual no es cierto-, para aplacar los rencores permanentes entre los realistas y los “rojos”, mantenidos en el mismo nivel de repulsión que durante la cruenta y devastadora Guerra Civil que fue, sin embargo, una especie de repelente para evitar entrar en los proyectos bélicos de Hitler. El abyecto Franco, y su terquedad gallega, entregaron a su país con la condición de que los nazis no pusieran un pie sobre territorio español. Un embuste monumental… que resultó de lo más exitoso.
Pues bien, claro, Franco odiaba a los homosexuales y dormía con la reliquia –un brazo- de Santa Teresa de Ávila, colocada en un recipiente al lado de su lecho. Se sentía santificado por ello y le daba por prohibirlo todo para solaz de su conciencia acosada. Por cierto también ordenó que los niños menores de catorce años no entraran a los espectáculos taurinos, moción que ahora toman las izquierdas para sí, en plena debacle de valores y prioridades lo mismo en la capital ibérica que en Colombia en donde el alcalde de Bogotá sigue insistiendo en aceptar el decreto de la Corte Suprema, a favor de las corridas, pero insistiendo en que pondrá trabas contra el mismo. Esto es, ¿pesa más el criterio de una perentoria autoridad que la defensa de los genios, como Fernando Botero, y miles más? Cuando menos, si no se entiende la cuestión, ¡qué callen las voces impregnadas de intolerancia, violencia verbal e ignorancia!
Esto no es un debate sino un diálogo con los muros de la sordera y la incomprensión; inútil, desde el inicio de la controversia, porque permea intereses ajenos al hecho mismo, sufragados por potencias que desean aniquilar raíces entrañables en pro de la robotización universal. En el mismo sentido, las revueltas cívicas entre elementos de derecha a quienes se les ha dicho que es el principio del Apocalipsis permitir la cohabitación de parejas de un mismo sexo, y aquellos que defienden su derecho a ser diferentes, se encuadra en el terreno de las intolerancias mutuas.
Y todo se cierne al término “matrimonio” cuyo significado, en cualquier diccionario –no hay alguno elaborado por la comunidad lésbico-gay y demás-, es la unión acordada entre un hombre y una mujer con el propósito de procrear su propia descendencia. Es más que claro que tales condiciones no van a la par con los derechos de homosexuales, lesbianas, transexuales, bisexuales e intersexuales, y por ello lo que priva es la falta de imaginación para no definir correctamente el derecho de personas del mismo sexo y derivados, a vivir en pareja con derechos a plenitud. Y, al respecto, subrayo que respeto profundamente a quienes han luchado tanto por ello en contra de las tempestades.
Pero los cambios deben darse paso a paso. No hay matrimonio si no lo conforman heterosexuales; pero sí pueden existir sociedades, uniones, acuerdos conyugales que otorguen a estas parejas los mismos derechos para su convivencia plena y feliz… dejando, por ahora, el espinoso tema de las adopciones de criaturas a quienes no puede darse a elegir si desean formar parte de hogares en donde falte la madre o el padre –como sucede con los enlaces rotos por el destino o la soberbia-, porque no son conejillos de Indias.