Desafío

Rafael Loret de Mola

25/08/16

*Mitología o Historia
*Ahora sí: ¿Consensos?
*¿Olvidamos el Pasado?

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Para los miembros de la ultra derecha, tan acendrada en grupos como “el yunque” panista –una sociedad secreta en apariencia cuyos ritos obligan a iniciaciones cargadas de fanatismos encendidos-, no hubiese habido mejor regalo que modificar los fastos del bicentenario de nuestra Independencia para posponerlos, precisamente, al 27 de septiembre, considerando el paso de ciento noventa y cinco años hasta este 2016, para conmemorar la toma de la ciudad de México por parte del ejército trigarante. El fondo de la cuestión es que con ello exaltarían la figura compleja de Agustín de Iturbide cuyas donaciones a la Iglesia de aquella época fueron tan cuantiosos que un poco más de resistencia le habría colocado en un nicho al lado de los santos mexicanos, el primero de los cuales Felipe de la Cruz, a quien consideran el primer mártir mexicano pero no de la Colonia miserable sino de la represión en Asia en 1576. Cuando el “emperador” se creyó el cuento de imponerse en México ya el santo era honrado.
En las escuelas privadas con maestros religiosos, aún hoy se habla maravillas del “verdadero padre” de la Insurgencia en una tergiversación severa de los acontecimientos. Y cada vez se menciona menos a San Felipe de Jesús, perseguido y muerto por los antiguos fundamentalistas que profesan otra fe.
Resumiendo, la confrontación permanente entre liberales y conservadores, con apuntes favorables a los primeros cuando se repasa la historia patria, llegó al punto de disponer de los personajes claves como si de piezas de ajedrez se tratara como si con ello fuera posible convertir en antihéroes a los primeros desde la perspectiva de los segundos, esto es con la mayor superficialidad concebible. Para mal, claro, la derecha entronizada en el poder en 2000 y mantenida en ésta durante doce años más el tiempo que dure el continuismo actual, no fue capaz y no lo será de convocar a una revisión profunda de los hechos para, de una vez por todas, poner a cada quien en su lugar y no llegar al absurdo de que los restos de los magnicidas y sus víctimas permanezcan unidos, por ejemplo, en urnas cercanas dentro del Monumento a la Revolución.
Es interesante apuntarlo porque ya comienzan a escucharse las voces en pro del retorno de los restos de Porfirio Díaz Mori, por ahora muy visitados en el cementerio de Mont-Parnase, en París, donde también yacen figuras como Camus, Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, entre otros más. Pese al descuido de la capilla en cuestión, las tarjetas de los mexicanos incluyen un abanico de epítetos y elogios, confirmando la tendencia en pro de forjar una suerte de línea divisoria incontestable que, por supuesto, iría cambiando con las alternancias del futuro… si de verdad lo son y no se estancan, como hasta ahora, en el falaz continuismo en los renglones estratégicos para el país, desde la educación hasta la industria energética pasando por la tributación excesiva, corrosiva diríamos, en contra de la clase media productiva; los ricos, los multimillonarios mejor dicho, tienen donde arrojarse a diferencia de cuantos integran la masa amorfa que, por lo general, resuelve las tendencias políticas a pesar de la alquimia intransitable aplicada entre los pobladores más marginados que aceptan vender sus voluntades políticas, incluso sin estar presentes por efecto de la pizca en los Estados Unidos, por unos cuantos, miserables billetes que, por desgracia, son para ellos un alivio para sus penurias. Hablamos hasta de cincuenta y cien pesos, como los que se distribuyeron en las zonas rurales de la por ahora panista Guanajuato –cuna de la Independencia y de no pocos liberales extraordinarios como contraste-, en donde sólo se pintaron de otro color los antiguos vicios del viejo PRI. Me consta y tengo pruebas de ello.
Lo que me parece inadmisible es que el embajador mexicano en Gran Bretaña, Diego Gómez Pickering, tuviera el atrevimiento de gritar hace un año, en la capital inglesa, un ¡Viva Porfirio Díaz!, anticlimático y totalmente fuera de contexto durante los fastos de la Independencia. ¡Cómo se atreve a modificar, por sus propios arrestos, la historia! ¿O será más bien que la desconoce? ¿Sabrá leer? Si estuviera seguro de lo último le sugeriría la lectura de “México Bárbaro” de John Kenneth Turner, un periodista norteamericano que tomó contacto de la realidad mexicana a principios del siglo XX más allá de las redes y conveniencias diplomáticas. El caso es que el embajador de marras cometió una falla tan grave –también vitoreó a Zapata fuera de renglón, pero no agravió a los mexicanos con ello-, que no puede sostenerse, bajo ninguna circunstancia, en su condición actual.
Gómez Pickering es un esbirro de la ultraderecha y un ignorante de siete suelas. Además, tiende a la desunión y sorprende su intención de romper los hilos de la historia en un país en donde la veterana Reina Isabel II cumple ya sesenta y tres años en el trono, rebasando a sus predecesoras en cuanto a la duración de su reinado; pobre, no se anima a heredar el trono a su hijo Carlos de Gales, casi retrasado mental, tan festejado por las princesitas mexicanas hace unos meses. Y prosigue, encorvada, hasta el final de su vida acaso prolongada por el oxígeno de la vergüenza.
Retrocedamos. El caso es que Agustín Cosme Damián de Iturbide y Aramburu, tal fue su nombre antes de encenderse en él un ego recalcitrante que le llevó a suponerse una suerte de Napoleón mexicano, surgido de la ciudadanía común y no de una corte sofocante y protocolaria rebosante de linajes de azul color –como los del PAN que tan bien les vienen a los aristócratas de nuestros días-, para alcanzar la gloria de ser emperador por capricho y ante la repulsión de los verdaderos insurgentes, como Vicente Guerrero, cuya presidencia tiempo después duró igualmente poco tiempo, escasos nueve meses, a causa de la traición cumplimentada por el capitán mercenario de un bergantín genovés, Francesco Picaluga. Masón por el rito de York, no el Escocés del cual derivó el Mexicano después, al que perteneció Juárez, Guerrero aceptó ser Capitán General de los Ejércitos durante el espurio imperio de Iturbide que duró, exactamente, diez meses, entre mayo de 1822 y marzo de 1823 cuando fue destituido y desterrado. Una absurda aventura monárquica que, por fortuna, no duró sino un suspiro y nos libró de una opresión mayor a las de las posteriores autocracias, sobre todo la de Santa Anna y Díaz Mori, que terminaron igualmente con sendos baños de sangre.
Tal es el riesgo de ir a contracorriente de los postulados populares hasta que los nacionales revientan de rabia, por dentro, y se inflaman de patriotismo por fuera. Este es el caso del gobierno peñista cuya esencia es autoritaria como la de Díaz, vende-patrias como la gestión de Santa-Anna y amenazadora y coyuntural como la de Iturbide. Entre éstos, peña se asomó a lo peor de nuestra historia para levantar su línea histórica, es decir al lado de los antihéroes.

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