Armando Fuentes
8/09/17
La fámula de la casa de Pepito lo acusó de haber conseguido en ella, por medios de violencia, lo que sólo de grado entrega una mujer. Los papás del precoz infante contrataron a un famoso penalista, el Lic. Ántropo, a fin de que con sus artes lo librara de esa acusación. Al empezar el juicio el severo fiscal hizo que la muchacha narrara ante el jurado la forma en que aquel «libidinoso muchachillo» había satisfecho en ella sus incipientes rijos. Cuando le tocó el turno de hablar el Lic. Ántropo le pidió a Pepito que pusiera de pie sobre el banquillo de los acusados, y ante el asombro del tribunal le bajó la ropita. En seguida el defensor empezó su alegato: «Damas y caballeros del jurado. Después de haber oído a la parte acusadora quiero que miren a la parte acusada». Así diciendo el hábil jurisperito puso el dedo en esa parte del azarado Pepito. «¿Ustedes creen -prosiguió al tiempo que agitaba con su dedo la parte acusada- que con esta partecita pudo este pobre niño haber cometido la villanía que se le imputa? ¿Creen ustedes que con esta infantil parte…». Pepito le dijo en voz baja: «Ya no le siga meneando, licenciado, o vamos a perder el pleito». La corrupción parece ser parte consustancial de la vida pública de México, pero no es un fenómeno cultural: es consecuencia de otra de las grandes lacras nacionales: la impunidad. Los pocos casos en que los políticos corruptos son castigado no son consecuencia de una acción jurídica: son efecto de manipulaciones de política. Es evidente que los detentadores del poder no renunciarán por sí mismos a sus prácticas de enriquecimiento. Sólo la acción concertada de la sociedad civil podrá acabar con la corrupción y con su fuente principal: la impunidad. Un grupo de diez vecinos de un pueblo llamado Cuitlatzintli hicieron un acuerdo singular: cada uno aportaría mil dólares a un fondo común. Luego sortearían entre ellos la cantidad, y el que se la ganara iría a París y se gastaría el dinero en una noche de placer en la mejor casa de mala nota de aquella gran ciudad. Hechas puntualmente las aportaciones se llevó a cabo la rifa, y el ganador resultó ser Fortunio. Lo despidieron en el aeropuerto y lo exhortaron a gozar plenamente aquella experiencia sin igual. Cuando regresó se juntaron de nuevo y le pidieron que les contara su experiencia. «¡Qué gran ciudad es París! -comenzó su relato Fortunio-. La Torre Eiffel, el Louvre, Notre Dame… ¡No hay en Cuitlatzintli nada igual!». «Sí, sí -lo apremiaron los amigos-. Pero háblanos de la casa de mala nota y lo demás». «¡Ah! -exclamó Fortunio-. ¡Qué casa aquélla! Pisos de mármol; paredes forradas en cedro y en caoba; escaleras de pórfido; estatuas de alabastro; cortinas de terciopelo y brocado… ¡No hay nada igual en Cuitlatzintli!». «¡Sigue, sigue!» -le pidieron sus ansiosos oyentes. «Fui primero al bar -narró Fortunio-. Champaña; vinos de un siglo; coñac de lo mejor; licores de una variedad increíble. ¡No hay nada igual en Cuitlaztintli!». «Bien, bien -se impacientaron los amigos-. Ve al grano». «Bueno -continuó Fortunio-. Después me dirigí a la sala donde estaban las muchachas. ¡Qué mujeres! Rubias, trigueñas, pelirrojas; orientales, caucásicas, africanas. ¡No hay nada igual en Cuitlazintli!». «¡Joder! -se desesperaron los otros-. ¡Ya cuenta lo que queremos oír!». «Pa llá voy -replicó Fortunio-. Me tocó una rubia preciosa. Ojos provocadores; boca de tentación; senos de diosa; cintura de sílfide; grupa de Venus Calipigia. ¡No hay nada igual en Cuitltatzintli! Nos fuimos a la cama». «¿Y luego? ¿Y luego?» -preguntaron con ansiedad los otros. Dijo Fortunio: «De ahí en adelante todo fue exactamente igual que en Cuitlatzintli». FIN.La fámula de la casa de Pepito lo acusó de haber conseguido en ella, por medios de violencia, lo que sólo de grado entrega una mujer. Los papás del precoz infante contrataron a un famoso penalista, el Lic. Ántropo, a fin de que con sus artes lo librara de esa acusación. Al empezar el juicio el severo fiscal hizo que la muchacha narrara ante el jurado la forma en que aquel «libidinoso muchachillo» había satisfecho en ella sus incipientes rijos. Cuando le tocó el turno de hablar el Lic. Ántropo le pidió a Pepito que pusiera de pie sobre el banquillo de los acusados, y ante el asombro del tribunal le bajó la ropita. En seguida el defensor empezó su alegato: «Damas y caballeros del jurado. Después de haber oído a la parte acusadora quiero que miren a la parte acusada». Así diciendo el hábil jurisperito puso el dedo en esa parte del azarado Pepito. «¿Ustedes creen -prosiguió al tiempo que agitaba con su dedo la parte acusada- que con esta partecita pudo este pobre niño haber cometido la villanía que se le imputa? ¿Creen ustedes que con esta infantil parte…». Pepito le dijo en voz baja: «Ya no le siga meneando, licenciado, o vamos a perder el pleito». La corrupción parece ser parte consustancial de la vida pública de México, pero no es un fenómeno cultural: es consecuencia de otra de las grandes lacras nacionales: la impunidad. Los pocos casos en que los políticos corruptos son castigado no son consecuencia de una acción jurídica: son efecto de manipulaciones de política. Es evidente que los detentadores del poder no renunciarán por sí mismos a sus prácticas de enriquecimiento. Sólo la acción concertada de la sociedad civil podrá acabar con la corrupción y con su fuente principal: la impunidad. Un grupo de diez vecinos de un pueblo llamado Cuitlatzintli hicieron un acuerdo singular: cada uno aportaría mil dólares a un fondo común. Luego sortearían entre ellos la cantidad, y el que se la ganara iría a París y se gastaría el dinero en una noche de placer en la mejor casa de mala nota de aquella gran ciudad. Hechas puntualmente las aportaciones se llevó a cabo la rifa, y el ganador resultó ser Fortunio. Lo despidieron en el aeropuerto y lo exhortaron a gozar plenamente aquella experiencia sin igual. Cuando regresó se juntaron de nuevo y le pidieron que les contara su experiencia. «¡Qué gran ciudad es París! -comenzó su relato Fortunio-. La Torre Eiffel, el Louvre, Notre Dame… ¡No hay en Cuitlatzintli nada igual!». «Sí, sí -lo apremiaron los amigos-. Pero háblanos de la casa de mala nota y lo demás». «¡Ah! -exclamó Fortunio-. ¡Qué casa aquélla! Pisos de mármol; paredes forradas en cedro y en caoba; escaleras de pórfido; estatuas de alabastro; cortinas de terciopelo y brocado… ¡No hay nada igual en Cuitlatzintli!». «¡Sigue, sigue!» -le pidieron sus ansiosos oyentes. «Fui primero al bar -narró Fortunio-. Champaña; vinos de un siglo; coñac de lo mejor; licores de una variedad increíble. ¡No hay nada igual en Cuitlaztintli!». «Bien, bien -se impacientaron los amigos-. Ve al grano». «Bueno -continuó Fortunio-. Después me dirigí a la sala donde estaban las muchachas. ¡Qué mujeres! Rubias, trigueñas, pelirrojas; orientales, caucásicas, africanas. ¡No hay nada igual en Cuitlazintli!». «¡Joder! -se desesperaron los otros-. ¡Ya cuenta lo que queremos oír!». «Pa llá voy -replicó Fortunio-. Me tocó una rubia preciosa. Ojos provocadores; boca de tentación; senos de diosa; cintura de sílfide; grupa de Venus Calipigia. ¡No hay nada igual en Cuitltatzintli! Nos fuimos a la cama». «¿Y luego? ¿Y luego?» -preguntaron con ansiedad los otros. Dijo Fortunio: «De ahí en adelante todo fue exactamente igual que en Cuitlatzintli». FIN. MIRADOR. Por Armando FUENTES AGUIRRE. Variaciones opus33 sobre el tema de Don Juan. El joven aprendiz de seductor le preguntó al sevillano: -¿A cuántas mujeres sedujiste? Respondió él: -A ninguna. Todas me sedujeron a mí. -¿A cuántas mujeres les hiciste el amor? -A una sola. Cuando estaba con ella no pensaba en ninguna otra. -¿Recuerdas los nombres de las mujeres que amaste? -Si no me los preguntas los recuerdo. Si me los preguntas los he olvidado ya. El joven aprendiz de seductor escuchó las palabras de Don Juan y se dio cuenta de que no sabía nada acerca del amor. ¡Hasta mañana!…