De política y cosas peores

29/08/2018 – Un tipo le contó a su amigo: «Después de casarnos, a mi mujer le cambió la voz». «¿Cómo estuvo eso?» -se extrañó el amigo. Explicó el tipo: «Cuando era mi novia me decía siempre: ¡Sí, sí, sí! . Tan pronto fue mi esposa empezó a decirme: No, no, no «. Babalucas fue al circo. Se presentó en la pista The Great Pointer, lanzador de cuchillos. Ponía a su linda ayudante ante un cuadro de madera y dibujaba en él su silueta lanzándole desde una distancia de 10 metros agudísimos cuchillos que se clavaban en la tabla. Después de que le tiró cinco puñales que se clavaron a unos milímetros del cuerpo de la joven, Babalucas le gritó al artista. «¡Concéntrate, güey, a ver si le atinas por lo menos uno!». Doña Fecundina dio a luz a su hijo número 14. «Señora -le preguntó el obstetra-, ¿qué su marido no toma precauciones?». Respondió con tono apesadumbrado la mujer: «Él sí, doctor, pero los otros no». Dispongo de una falta de elementos que no me permite apreciar si en el acuerdo comercial con Estados Unidos (vale decir con Trump) obtuvimos una victoria moral, caímos con la cara al sol o conseguimos un honroso empate como el que dijo el cronista porteño que habían tenido los equipos de Argentina y Brasil: «Brasil: cero goles. Argentina: cero ¡¡¡golazos!!!». En este caso los golazos serían de Trump, y los modestos goles serían los nuestros. Sólo la lectura detenida del documento signado por los representantes de los dos países me pondría en aptitud de saber si tiene base el optimismo que acerca del documento han mostrado Peña Nieto y López Obrador, y las buenas opiniones que sobre el mismo han expresado destacados financieros y empresarios. Por ahora sólo puedo decir que si el tal acuerdo satisfizo a Trump no ha de ser muy bueno para México. Mi inquietud se relaciona sobre todo con la industria automotriz, por los efectos que los caprichos del prepotente mandatario yanqui podrían tener sobre mi amadísima ciudad, Saltillo, cuya economía depende grandemente de las plantas pertenecientes a esa rama. Nadie me pida, pues, en estos días mi opinión sobre el tratado, porque o bien perderé la mirada en el vacío como si súbitamente hubiera perdido las tres potencias del alma: memoria, entendimiento y voluntad, o bien recurriré al método Ollendorf, consistente en dar una respuesta que no tiene ninguna relación con la pregunta: «¿Qué piensa usted sobre el nuevo tratado comercial con Estados Unidos?». «La película Matar un ruiseñor (1962), marca el debut en la pantalla del actor Robert Duvall». En el manicomio un loco acariciaba una muñeca. El director le explicó a un visitante: «Es que su esposa lo dejó para irse con otro». En el extremo opuesto de la sala un segundo alienado se daba cabezazos contra la pared. Añadió el director: «Ése es el otro». A doña Trombeta no le gustaba la barba que usaba su marido. Le decía: «Es como si te hubieras tragado un animal peludo y la cola se hubiera quedado afuera». Aun así el hombre se dejaba la barba, pues pensaba que le daba personalidad, siendo que no tenía ninguna. Sucedió, sin embargo, que llegó el día del cumpleaños de la señora, y el sujeto pensó en quitarse la barba como regalo sorpresa para su mujer. Acudió pues a un barbero -«Tonsorial artist», decía su tarjeta de presentación-, y el hombre lo rasuró de tal manera que el rostro le quedó mondo y lirondo, como nalga de princesa. Así afeitado llegó a su casa por la noche. Su esposa dormía ya. El tipo se desvistió, se acostó junto a la mujer, le tomó la mano y se la puso en la cara. Ella despertó y le dijo en la oscuridad: «Está bien; nomás que sea rapidito, porque ya no tarda en llegar el barbón». FIN.

MIRADOR.

Hemos puesto esta reja como adorno en el patio central de la casona que estamos restaurando por la calle del General Cepeda al sur.
Es de hierro esa reja, labrada quizá por manos vizcaínas en el antepasado siglo. Pesada, pesadísima, se necesitaron seis hombres para ponerla en su lugar. En sus barrotes tiene adornos emplomados, y cada barrote muestra arriba un pico de lanza que da a la reja aspecto belicoso.
Y sin embargo esas antiguas rejas saltilleras servían para el amor. Mil veces escucharon las eternas palabras del «¿Me quieres?» y el «Te quiero» que los siglos repiten como eco. Sabían de la realidad y de la fantasía. Un gancho en ellas servía para colgar en alto la olla de la leche que dejaría el lechero en horas de la madrugada, y que no se la bebieran los gatos callejeros. Ésa es la realidad. Tras de la reja había siempre un caracol marino que evocaba un océano lejano que nunca se iba a ver. Ésa es la fantasía.
Yo miraré esa reja, y desde ella me verán los amables fantasmas del pasado: la señorita que sentada en una silla de Viena espera a su galán: el adusto caballero que se asoma a hurtadillas de su esposa a ver pasar a las muchachas que van al colegio josefino.
Esta reja tan pesada tiene la ligereza de los sueños.
¡Hasta mañana!…

Share Button