Nuestros Columnistas Nacionales
De política y cosas peores
Plaza de almas.
28/08/2018 – Cuando me fui de mi casa tenía 18 años. Entonces no se usaba eso de irte de tu casa. Vivías con tus padres hasta que te casabas, aunque te casaras de 40. Así era la costumbre, y en aquel tiempo la costumbre era ley. Mejor dicho, era más que la ley, pues las leyes se violaban y las costumbres no. ¿Sabes, Armando, por qué tu tío Felipe se fue de su casa? Por una mujer, claro. Todos nos vamos de nuestra casa por lo mismo. Lo interesante en mi caso es que la mujer que me sacó de mi casa no tenía casa. Llegó un circo a la ciudad. Ahí venía ella. Fui con amigos al circo, la vi, y no pude ya dejar de verla. Menudita, bien formada, era casi niña, casi mujer. Bailaba con inocencia pecadora. Esa noche pensé en ella, y pensando en ella amanecí. Fui a las dos funciones que el circo dio aquel día. Poniéndome de pie y aplaudiéndola con fuerza cuando salía traté de llamar su atención. En la función de la noche creí advertir se fijaba en mí. Al día siguiente rondé las instalaciones del circo. No tardé en verla. A la sombra de la carpa cosía algo. La saludé. Me dijo: «¿Qué andas haciendo?». Entonces supe que se había fijado en mí. «Estuviste en la función de anoche ¿verdad?». «Sí. Y en la de antier también. Vine a buscarte». «¿Por qué?». «Me gustas mucho. Eres muy bonita». La invité a pasear. Así decíamos en aquellos años. No decíamos: «Te invito a salir». Decíamos: «Te invito a pasear». Aceptó. Pasé por ella en la mañana y la llevé a conocer la catedral, la calle de Victoria -la más elegante de la ciudad-, la alameda. Le invité un helado en la nevería Nakasima. Al día siguiente nos volvimos a ver, y también los otros días. Yo me había enamorado de ella. Cuando le pedí que fuera mi novia se rió. Me puse serio, y entonces ella se puso seria también. «No puedo tener novio -me dijo-. Vivo en el circo». «Te quiero -respondí-. Viviré yo también en el circo». Ya no se rio cuando dije eso. Me miró con sus grandes ojos negros y luego me dio un beso que me pareció el primero que en mi vida recibía. Cuando el circo se fue me fui tras él. Es decir, me fui tras ella. Me dijo a qué ciudades iban a ir: Monterrey, Linares, Ciudad Victoria, El Mante. Empeñé mi guitarra, mi reloj, mi tocadiscos, mis dos trajes, y les dije a mis papás que iba a buscar trabajo en Monterrey. Ahí le pedí chamba al dueño del circo. Me la dio de patiño del payaso, porque el otro había enfermado. «Señor Carasucia: diga usted: Dame la miel; dámela toda «. Y él: «Dame la miel; dame la cola». El público celebraba eso con grandes risotadas y aplausos. El salario era miserable; apenas me alcanzaba para mal comer. Dormía sobre un montón de paja en la carpa de los animales. Y sin embargo, sobrino, cuento esos días entre los más felices de mi vida. Estaba enamorado, ya te dije. Pero no te dije que ella me había correspondido ya. En Linares aceptó ser mi novia, y en Victoria algo más que mi novia. Yo estaba en el paraíso. No me importaba que el payaso me golpeara el trasero con una tabla, ni que me echara una tina de agua en la cabeza. Durante el día ella era para el circo, pero durante la noche era para mí. Hacíamos el amor gloriosamente, como si al salir el sol fuera a acabarse el mundo. Una tarde Carasucia me entregó una carta. En ella la muchacha se despedía de mí. Lo nuestro no podía ser; éramos muy diferentes; no quería echarme a perder la vida; debía regresar a mi casa, terminar mis estudios, olvidarla. Volví a mi casa, pero nunca la he olvidado. Ya lo ves, sobrino: dos tequilas y te aburrí contándote esto. Lo que pasa es que me preguntaste por qué cuando eras niño te llevaba al cine, y al beisbol, y a los toros, pero al circo no. Ahora ya lo sabes. FIN.
MIRADOR.
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¡Hasta mañana!…