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De política y cosas peores
21/08/2018 – No exagero: en ocasiones tiendo a exagerar. Quizá caigo en hipérbole si digo que tres hermosas criaturas -dos varones y una mujercita- me deben la existencia. En los años en que empieza este relato -hace 25 ó 30- la iglesia a que pertenezco, la católica, recibía en sus seminarios a niños que apenas habían dejado el regazo de su madre. Ignoro si esa malhadada práctica perdura. Sucedió que cierta prima mía, viuda ella, estaba firmemente convencida de que se iría al Cielo si entregaba uno de sus hijos a la Iglesia. Así, decidió llevar al más pequeño al seminario de una ciudad en el centro del país. La abuela del pequeño se angustió. El niño tenía apenas 10 años de edad. Me pidió entonces que hablara con su hija a fin de disuadirla de su intento. Hablar con ella fue como hablar un bloque de granito. Lo que hice entonces fue dirigirme al niño. Su madre asegura todavía que tal idea me la inspiró el demonio. Yo creo que la puso en mí el Espíritu que da la vida. Le dije al muchachito: «Mira, Toni -Antonio era su nombre-. Aquí tienes el número de mi teléfono. Guarda muy bien el papelito. El día que ya no quieras estar en ese seminario llámame. Yo iré y te sacaré de ahí. Y mira: te llevaré a una plaza comercial en la que venden unos conos con tres bolas de nieve, así de altos. Después te compraré el regalo que escojas, y luego te traeré de regreso a tu casa». A la semana de que su madre lo dejó en el seminario el pequeño me llamó y me pidió entre lágrimas: «Tío, ven por mí». Tomé el primer avión, y con un documento notariado que me acreditaba como tutor del niño lo saqué de ahí. Me contó lo que le había sucedido. El primer día que estuvo en esa casa le sirvieron en la comida un plato de arroz con aguacate. Hizo a un lado el aguacate. El rector del seminario le preguntó por qué. «No me gusta» -respondió el pequeño. Esa noche, en la cena, le dieron solamente aguacate. Y lo mismo en el desayuno del día siguiente, y en la comida, y en la cena. E igual el siguiente día. El superior le dijo que ahí no se admitían caprichitos, y que debía aprender a mortificarse. Dos días lo tuvieron comiendo aguacate; aguacate, nada más. Ya no volvió a comerlo porque llegué por él. Fuimos a la plaza comercial, y el feliz chiquillo se despachó un helado de tres bolas -fresa, vainilla y chocolate-, no sin antes dar buena cuenta de una hamburguesa doble (sin aguacate) y escoger los patines que le regalé. Pasaron los años, y ahora Toni es padre de tres hijos -dos varones y una mujercita- que aunque sea indirectamente me deben la existencia. Aquella inhumana costumbre, la de admitir niños de corta edad en los seminarios, fue origen de innúmeros abusos que a los ojos de Dios son abominación y ante la ley humana constituyen delitos de extrema gravedad. Esos crímenes han sido sistemáticamente ocultados y tolerados por la jerarquía, según está saliendo a la luz una y otra vez, la última en Pensilvania. Sé que tales abusos no se cometen sólo en el seno de la Iglesia, pero también sé que mientras muchos buenos sacerdotes -la mayoría- cumplen ejemplarmente su misión de bien, otros pervierten su ministerio e incurren en actos de esos que Jesús mismo condenó diciendo que a quien escandalizara a uno de sus pequeñitos se le debería atar al cuello una rueda de molino y arrojarlo al mar. Dejar de considerar a la mujer como peligro para el alma y no hacer obligatorio el celibato sacerdotal, que atenta contra la naturaleza -es decir contra la ley de Dios-, serán factores que ayudarán a evitar esa infame aberración, la pederastia, que en palabras del Papa Francisco es motivo de vergüenza para la Iglesia y le causa profundo dolor. FIN.
MIRADOR.
¿Cuántos años hace de esto? Tantos hará que ni me acuerdo cuántos.
Hice plantar granados en un repecho del barranco, ahí donde ninguna otra planta se podía plantar. Los olvidé en seguida. Ni siquiera pensé que no llegaría a ellos el agua de la acequia, ni tendrían los cuidados del podador, ni el abono que el encargado de la huerta da a las plantas para que den más fruto.
Y he aquí que los granados se aferraron a la tierra, y alzaron sus ramas para buscar el sol, y bebieron el agua de la lluvia que allá de vez en cuando les enviaba Dios. Y he aquí que ahora nos regalan sus flores, de un color que no se parece a ningún otro color, y sus frutos, que a ningún otro fruto se parecen.
Abro una granada igual que se abre el cofre de un tesoro y pruebo la miel de púrpura que sus rubíes guardan. Y siento un poco de vergüenza, porque nada hice para merecer el don de su dulzura. Si Dios me da la vida y la salud -así se dice en el Potrero- plantaré otros granados y no me olvidaré de ellos, así como éstos que olvidé en el barranco no se olvidaron de mí.
¡Hasta mañana!…