16/08/2018 – CIUDAD DE MÉXICO 15-Aug-2018 .-Nalgarina gustaba de vestir faldas ceñidas que hacían resaltar sus opulencias posteriores. Les comentó a sus amigas: «En la oficina mis compañeros dicen que soy un símbolo sexual». Preguntó una con intención aviesa: «Y tu marido ¿qué opina?». Respondió Nalgarina: «Él usa otra palabra». Impericio, joven sin ciencia de la vida, casó con Taisia, linda chica con bastante mundo. Al terminar el primer acto de amor ella suspiró y dijo: «Bueno, después de todo yo tampoco sé cocinar». La chica de tacón dorado le contó a su cliente: «Tengo dos hermanas. Una es monja y la otra es maestra». Preguntó el tipo: «¿Y cómo fue que tú llegaste a este oficio?». «Reamente no lo sé -contestó ella-. Supongo que fue mi buena suerte». Ya conocemos a Babalucas. Es muy bueno pero bastante tonto. Piensa que «fornicar» es una tarjeta de crédito. El salvavidas de la playa vio venir a una turista oriental toda despeinada y con el traje de baño en desorden. «¿Qué le sucedió, señorita? -se consternó-. ¿La revolcó una ola?». «No -respondió ella-. Solamente fuelon cualenta minutos». Dos veces vi llorar a mi padre. Para un niño eso es como ver llorar a Dios. La primera vez fue cuando murió mi abuelo. Tenía yo 6 años y estaba jugando en el suelo con unos carritos cuando entró mi padre. Venía llorando. Le pregunté, asustado: «¿Por qué lloras?». «Murió papá Nano» -me dijo con la voz quebrada. Y fue a su cuarto a llorar la muerte de quien le dio la vida. La segunda ocasión sucedió poco después. Familia de vivir modesto era la nuestra. La única diversión que mis padres nos podían dar a mis hermanos y a mí era llevarnos a ver los aparadores de las tiendas en el centro de Saltillo. Una noche vi en el de la Librería Martínez una colección de pequeños cuentos: Pulgarcito; El gato con botas; El sastrecillo valiente. Eran diez. «Papá -le pedí con ansiedad-. ¿Me compras uno?». Respondió con las mismas palabras con las que respondía siempre a nuestras peticiones: «Ya veremos». Al día siguiente llegó del trabajo y me puso en las manos los diez cuentos. Yo esperaba sólo uno. Le eché los brazos al cuello y le dije: «¡Qué bueno eres!». Cuando me separé del abrazo vi que tenía los ojos llenos de lágrimas. Mi arrebato infantil lo había conmovido. Regalarle un cuento a un niño es como regalarle el mundo. Es abrirle las puertas y las ventanas de la imaginación y llevarlo a crear sus propios mundos. Es mostrarle los horizontes de la fantasía y darle a ver las posibilidades infinitas de la vida. A mis cuatro lectores de El Norte, en Monterrey, les pido que le regalen el mundo a un niño. Que le regalen todos los mundos. Por un bello reportaje de Daniel de la Fuente me enteré de que mi periódico, junto con varias librerías regiomontanas, abrió una campaña para recabar cuentos y útiles escolares que se entregarán a los niños y niñas de la Escuela Fidencio Cantú González, situada en una populosa colonia popular de Juárez, ciudad vecina de la capital nuevoleonesa. Los alumnos de esa primaria vienen todos de familias de escasísimos recursos, y muchos de ellos son de origen náhuatl. Tú puedes hacer mejor la vida de uno de esos niños regalándole un cuento nuevo o usado; un cuaderno; unos colores; una mochila; cosas que son un tesoro para esos pequeños cuya vida empieza en condiciones de dificultad. Llama al teléfono 8150-8264. Ahí, a más de darte gracias, te dirán dónde puedes entregar tu donativo; es decir dónde puedes dar algo de lo que tienes a un niño o una niña que casi nada tiene, y hacer mejor su vida con la tuya, con tu generosidad y tu deseo de hacer el bien. Da un poco de ti. Para ellos será mucho. FIN.
MIRADOR.
Nadie lo ha visto más que yo.
Es el espectro de don Santiago de la Peña, que en las noches sin luna vaga por los aposentos de la casa de Ábrego.
Sé que es él porque conozco su retrato. En la borrosa fotografía está con la misma traza del desaparecido que se me aparece: la misma luenga barba; igual actitud grave; los mismos ojos que miran sin mirar.
Los hombres más viejos del Potrero oyeron hablar de él. Según decires de la gente de su tiempo don Santiago era señor de vanidades que gustaba de allegarse cosas fútiles de las que luego se olvidaba. Tenía saber libresco; poseía una erudición inútil. Llenaba las paredes con estampas e imágenes de santos, pero nunca se supo de él que hiciera una obra buena. Cuando se emborrachaba repetía una y otra vez el nombre de una mujer.
Miro al fantasma de don Santiago ir y venir como un fantasma, y me pregunto por qué nada más se me aparece a mí.
¡Hasta mañana!…