4/08/2018 – Hasta donde sé, la última vez que en México se aplicó la pena de muerte fue en mi ciudad, Saltillo. Debe haber sido a principios de la década de los 60. Yo era reportero novel, y seguí de cerca el triste acontecimiento. La justicia militar condenó a morir fusilado a un joven soldado que cometió un delito que se castigaba con la última pena. Jamás olvidaré su nombre: Isaías Constante Laureano. El fusilamiento tuvo lugar en el patio central de la Penitenciaría del Estado. No se nos permitió a los periodistas estar presentes en la ejecución, pero se nos informó la manera en que se llevó a cabo. Fueron traídos seis soldados de otros tantos destacamentos, y el capitán a cargo del procedimiento sorteó seis balas entre ellos y les dijo que una era de salva. Así todos pensarían que esa bala era la suya y ninguno sentiría el cargo de conciencia de haber dado muerte a un compañero. Desde una oficina del reclusorio los reporteros pudimos escuchar la descarga que privó de la vida al infeliz en una madrugada nebulosa. No fuimos autorizados, desde luego, ver el cadáver del ajusticiado, pero mi periódico publicó al día siguiente, en primera plana, la fotografía del cuerpo bajo un escandaloso titular: «¡Así quedó el fusilado!». Días antes el fotógrafo había retratado al reo mientras dormía en su celda, y con algunos retoques esa foto se hizo aparecer como la del muerto. Había que vender papel, se decía en la jerga periodística. Desde entonces, y creo que desde siempre, me inspiró repugnancia la llamada pena capital. Recuerdo que sentí náuseas al leer «Los dioses tienen sed», de Anatole France, donde se describen las muertes en la guillotina durante los días del Terror que siguió a la Revolución Francesa. Don Mariano Jiménez Huerta, sabio maestro mío de Derecho Penal en la Facultad de Derecho de la UNAM, execraba la pena de muerte, por irreparable, y nos hablaba de cierto tribunal italiano en cuya puerta se leía la inscripción «Acuérdense del panaderito», que recordaba a los jueces la ocasión en que un joven panadero fue ahorcado por un crimen que, después se supo, no había cometido. Muchas veces escribí que me daba pena que mi iglesia, la católica, admitiera la pena capital. Por eso celebro ahora que el Papa Francisco la haya declarado inadmisible, y haya anunciado que la Iglesia se compromete «con determinación» a procurar su abolición en todo el mundo. La orden del Santo Padre -así llamaba siempre al Papa mi buen tío Refugio- está acorde con el espíritu del Evangelio y con el magisterio de la Iglesia sobre la dignidad esencial de la persona humana. Hago llegar a Roma un fuerte aplauso, tributado con ambas manos para mayor efecto. Séame permitido ahora aligerar con algunos lenes cuentecillos la gravedumbre del tema que hoy traté. Don Algón, salaz ejecutivo, conoció en el lobby bar de un hotel de playa a una dama de bonanzosas prendas posteriores y anteriores. Después de un par de copas la invitó a ir con él a su habitación, y ahí tuvo lugar el consabido trance. Al terminar la acción exultó don Algón: «¡Jamás olvidaré esta noche!». La dicha dama le mostró las fotos que subrepticiamente había tomado y le preguntó con aviesa sonrisa: «¿Cuánto me vas a dar para que la olvide yo?». Un tipo le dijo a otro: «Sospecho que mi mujer me engaña. Estamos construyendo nuestra nueva casa, y le pidió al arquitecto que el clóset de la recámara tenga puerta a la calle». Himenia Camafría, madura señorita soltera, le contó a su amiguita Solicia, célibe como ella: «Anoche un hombre estuvo a punto de hacerme el amor a punta de pistola. Pero llegó un policía y me quitó la pistola». FIN.
MIRADOR.
Todos los milagros que hace San Virila son prodigiosos, pero algunos son también muy lindos.
Un niño pequeñito lloraba porque no tenía canicas.
Sus hermanos mayores sí tenían, y lo mismo los demás niños del barrio. Tenían las que se llamaban «ágates», parecidas a rutilantes joyas. Tenían las opulentas «macalotas», grandes por su tamaño, y contundentes. Tenían las humildes bolitas de barro nombradas «chutas», apelativo al que se añadían, por causa que se ignora, los títulos de «vagas» y «cacariolas».
Todos los niños tenían ágates, macalotas y chutas vagas cacariolas, menos aquel niño.
Su llanto conmovió a San Virila -a San Virila lo conmovían todos los llantos-, y lo que hizo fue bajar algunas estrellas del cielo y convertirlas en canicas. El niño dejó de llorar cuando las tuvo en sus manos, y sonrió porque sus canicas mostraban un raro resplandor que no tenían las canicas de los otros niños.
¡Hasta mañana!…