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De política y cosas peores
3/08/2018 – Me gustan las estatuas, esas mitologías congeladas. Voy a repetir la frase, pues si bien no está como para inscribirse en bronce eterno o mármol duradero ciertamente merece el honor del bis, esto es decir de la repetición. Vuelvo a decirlo: me gustan las estatuas, esas mitologías congeladas. Tales monumentos representan el afán del hombre por sobrevivir a su muerte. Son expresión del Non omnis moriar horaciano (Carmina, XXX, 1); de ese «No moriré del todo», anhelo de inmortalidad que nos lleva lo mismo a hacer el amor que a plantar un árbol o a escribir poesía lírica. Las estatuas son muy importantes: piensen mis cuatro lectores lo que sería el mundo sin la Venus de Milo, el David de Miguel Ángel o el Balzac de Rodin. (Sin la estatua de Morelos en Janitzio el mundo sería mejor). En ese contexto juzgo muy atinada la frase que cierto ejidatario le dijo a don Jesús R. González, alcalde excelentísimo que fue de mi ciudad, Saltillo: «Se ha portado usted tan bien con nosotros, don Chuy, que merece que le hagamos una estuata, aunque sea de zoquete». (Zoquete, en México, es lodo; del náhuatl zoquitl, fango o cieno). Muchas estatuas hay en la República. Demasiadas, me temo. Casi todas están dedicadas a la prodigiosa capacidad que tenía don Benito Juárez de retener nombres, fechas, datos, etcétera. Por eso dice la inscripción en sus monumentos: A la memoria de don Benito Juárez. Nada se le olvidaba al Benemérito; tenía memoria de esposa. Si a mí alguien me dijera: «Tiene usted autorización -y presupuesto- para hacer una estatua», yo le haría una al Emigrante Mexicano. Hay quienes exaltan y glorifican a sus emigrantes: he visto estatuas dedicadas a ellos en el Centro Libanés de la Ciudad de México y en el Club España de Torreón. Nosotros, en cambio, nos avergonzamos a veces de nuestros emigrantes. Los hemos llamado «braceros», como si no fueran más que brazos; «espaldas mojadas», traducción del nombre despectivo wet backs usado por sus patrones norteamericanos; o «indocumentados», en alusión a su condición de migrantes ilegales. Ninguna dependencia oficial se encarga eficazmente de su protección o su defensa; vemos con indiferencia sus sufrimientos, y aun su muerte. En su propio país se les hace objeto de toda suerte de abusos y exacciones: gente de variados uniformes espera la llegada de «los paisanos» en las vacaciones o fiestas navideñas con la misma voracidad con que los predadores acechan a sus presas. Nuestros emigrantes afrontan un calvario cuando van «al otro lado»; y otro calvario afrontan cuando regresan a éste. Y sin embargo ellos aportan más a México que los políticos o los banqueros. Gracias a ellos no ha habido en este país una nueva revolución: el dinero que mandan a sus familias ha evitado un estallido de irritación social. Arriesgan hasta su vida para cruzar la frontera y si lo consiguen son objeto de discriminación y hostilidad. Hacen trabajos que todos desprecian; se parten las espaldas en agobiantes jornadas. Y sin embargo jamás pierden el amor a México. Asisten cada año a la fiesta patronal de su pueblo; pagan por el cultivo de la tierrita que dejaron al salir; cuando vienen lo hacen cargados de regalos para toda la familia: bicicletas, una lavadora usada, ropa, juguetes para los niños… Hace falta una estatua para El Emigrante Mexicano. Pero más que una estatua hace falta protegerlo cuando se va y evitar los abusos contra él cuando viene. Lo de la estatua puede esperar… Decía un mexicano, trabajador de un rancho en Texas: «El gringo, nuestro patrón, es medio pendejo. Cree que sus trabajadores somos santos. A mi compadre le dice San Abagán y a mí San Ababich»… FIN.
MIRADOR.
Bajan en su camino al mar los ríos de África, y sus aguas desgastan la dureza de la roca. Arrastra la corriente los granos desprendidos por el continuo roce y los deposita en el fondo del océano.
Las olas y las mareas llevan esos granos hacia la orilla en su incesante golpe. Así nacen las playas. Después sopla el viento, y las arenas van por el aire y llegan al interior del continente. Tal es el origen de los vastos desiertos africanos.
¿Cuánto tiempo ha tomado ese proceso? Millones de millones de años, tantos quizá como gotas de agua hay en el mar. La tarea de Dios es infinita, y es lenta y misteriosa. Tenemos de ella el mismo conocimiento que tiene el grano de arena. Como él, a lo mejor también nosotros vamos y venimos en la tierra, en el agua y en el viento. Somos parte de ese ritmo de vida universal y eterno. Debemos tener la humildad del grano de arena. Somos tan pequeños como él; somos tan pequeños como esos granos de arena -un poquito más grandes- que se llaman las estrellas.
¡Hasta mañana!…