30/07/2018 – Ciervo Veloz y Pluma Blanca, él un joven piel roja, ella una mujer casada de su misma tribu, estaban refocilándose sobre la grama de un ameno prado. A lo lejos y a su alrededor se elevaban numerosa nubes de humo. Le dice Pluma Blanca a su jadeante galán: «Tenemos que ser más discretos, Ciervo. Los vecinos empiezan a murmurar». Con el PRI fue dedazo. Con Morena es dedito. Se movió el de López Obrador, omnipotente dedo como el de los antiguos presidentes priistas, y Manuel Bartlett quedó ungido como futuro titular de la Comisión Federal de Electricidad. ¿Qué se le irá a caer ahora a ese señor? ¿Los postes? No parece muy acertada esta designación de AMLO hecha en la persona de alguien que anda escaso lo mismo de buena imagen que de conocimientos de la materia sobre la que deberá tratar. Volvemos a los tiempos de los todólogos, cuando los políticos servían lo mismo para un barrido que para un fregado e igual podían ser directores del Rastro de Aves que de la Comisión Nacional de Maderas Regionales (Conmadre). ¿En eso consiste la Cuarta Transformación que seguirá a las consumadas por Juárez, Madero y Cardenas?… El niño se llamaba Expósito, pero le decían Pocito. Sufría acerbamente por causa de ese hipocorístico, pues en la escuela sus pícaros compañeros lo hacían víctima de toda suerte de albures rufianescos e infames calambures. Le decían por ejemplo: «Pocito, dame razón de tu mamá». El inocente contestaba dando un informe pormenorizado del estado de salud de su señora madre, lo cual hacía que los majaderos chamacos soltaran el trapo de la risa. Eso desconcertaba al infeliz Pocito, que no entendía el motivo de la hilaridad. Pasó el tiempo y Pocito se convirtió en un mancebo lacertoso, de aventajada estatura, cuello de toro y puños como mazo de ferrón. Si alguno de sus antiguos condiscípulos le hubiera dicho entonces uno de aquellos detestables retruécanos o plebeas chocarrerías le habría sacado las tres potencias del alma -memoria, entendimiento y voluntad- con un solo mamporro. Ya no era Pocito: ahora todos lo llamaban Pocho, pues no solamente lo respetaban, sino además le temían. Dice una copla de pueblo: «Hasta los palos del monte / tienen su destinación: / unos sirven pa hacer santos / y otros para hacer carbón». Pues bien: la destinación de Pocho fue caer en amores con la Chonona, una garrida moza llamada Encarnación, alta y fornida como él, abundosa de carnes, bien plantada y ansiosa de conocer obra de varón, pues andaba ya cerca del -ta (veintinueve años; trein-ta) y conservaba aún su doncellez, que a esas alturas era estorbo, y aun molestia: todas sus amigas habían oído ya un «méngache mi chula» pronunciado en la penumbra de la alcoba conyugal, y ella no había sentido nunca ni siquiera un furtivo guacamoleo. (Guacamoleo, define don Francisco J. Santamaría en su invaluable Diccionario de Mejicanismos, es «manoseo de una hembra -de una mujer, se entiende- por el hombre; cachondeo, que también se dice». Pichoneo se dice también, añado yo). Después de un breve noviazgo la Chonona y el Pocho se casaron. La noche de las nupcias él se mostró ante ella desnudo de cintura arriba. «¡Qué pechote, Pocho!» -exclamó con tono admirativo la Chonona al ver los músculos torácicos de su galán. Sin responder palabra él mostró su fortaleza abdominal. «¡Qué panchota, Pocho!» -profirió con igual admiración la flamante desposada. Ya no se anduvo con rodeos el Pocho: dio a ver el resto de su anatomía frontal. La vio Chonona y preguntó, ahora con acento de desilusión: «¿Qué pachó, Pocho?». FIN.
MIRADOR.
Este libro conserva el recuerdo de una flor. La noche me ha contado su leyenda, y ahora la relato yo.
El libro perteneció a doña Angelina de la Peña y Böhr. Tenía ella 25 años y no se había casado. Era, pues, una solterona. Fue entonces cuando pasó por Ábrego un piquete de soldados del Gobierno al mando de un joven capitán. Tres o cuatro horas estuvieron los militares en la hacienda a fin de dar descanso a sus cabalgaduras. En ese breve tiempo el capitán enamoró a Angelina. Cortó un clavel de un tiesto, lo besó y se lo dio a la muchacha. Le dijo que volvería.
Nunca regresó, según obligada tradición. Angelina guardó la flor entre las páginas de un libro. Con ella fue envejeciendo. Horas antes de morir pidió que le pusieran el clavel en las manos, y con él fue al ataúd y a la sepultura.
Sé que hay muchas historias como ésta, de hombres que prometen en vano y mujeres que en vano los esperan; de flores entre las páginas de un libro; de tumbas olvidadas. Pero esta historia es de Ábrego. Haré de ella una flor y la pondré en las páginas de un libro.
¡Hasta mañana!…