De política y cosas peores

26/07/2018 – «Me acuso, padre, de que anoche hice el amor con mi novio». Tirilita, joven feligresa de don Arsilio, confesó muy apenada aquella culpa. «¡Pero, hija! -se consternó el bondadoso sacerdote-. ¿Arriesgas la salvación de tu alma por un minuto de placer?». «Fueron 40» -aclaró Tirilita. El conductor del programa de preguntas y respuestas le pidió a la concursante: «Dígame: ¿quién fue el primer hombre?». «No se lo puedo decir -opuso la mujer-. Le prometí guardar el secreto». Don Algón reprendió al empleado Ovonio: «La nueva archivista hace el doble de trabajo que tú». «Es que acaba de entrar -razonó Ovonio-. Con el tiempo se corregirá». Loretela, romántica muchacha, deshojaba una margarita en el jardín. Al hacerlo pensaba en Teodorico, el galán que la cortejaba. Arrancó el último pétalo de la flor y le dijo feliz a su mamá: «¡Me quiere, mami! ¡La margarita dice que me quiere!». Sugirió con sequedad la madre: «Ahora pregúntale: Me quiere ¿qué? «. López Obrador da la impresión de que sus decisiones son inconsultas, o sea que derivan de su sola voluntad y no se fincan en consejo de entendidos ni atienden a la opinión de otros. «Lo que diga mi dedito» se antoja algo más que una frase de momento: parece la descripción de una conducta usual. Tal es el caso del anuncio hecho por AMLO en el sentido de que enviará diversas secretarías de Estado a varias ciudades de provincia. Hay quienes opinan que tal determinación es una gran locada, por no decir una soberana pendejura. De llevarse a cabo no sólo tendrá un costo económico desorbitado: convertirá en migrantes a miles de funcionarios y burócratas con sus familias, y causará problemas de todo orden en las poblaciones a donde esas dependencias sean enviadas. Otros opinantes, por el contrario, juzgan que dicho cambio, si bien incómodo al principio, será a la larga beneficioso para los desarraigados, pues los liberará de los problemas de tráfico que padecen en la Capital y les permitirá respirar un aire más respirable, a más de poder mirar las estrellas, que en la Ciudad de México no se ven nunca por causa de la contaminación. Ambas opiniones, creo, son respetables. De hecho creo que todas las opiniones son respetables, aun las que no merecen respeto. (Dijo un atildado conferenciante después de escuchar la opinión de quien lo antecedió en el habla: «Mi ilustre colega tiene razón, pero no mucha, y la poca que tiene vale nada»). Me pregunto, sin embargo, por qué López Obrador no pregunta a los directamente interesados -aquéllos a quienes va a desarraigar- qué piensan de su idea. Lo del aire puro y las estrellitas está muy bien, pero a nadie se debe hacer feliz a fuerza. Si tanto valor da AMLO a la opinión popular escuche la de estos ciudadanos cuyas vidas, con las de los suyos, serían afectadas profundamente por esa medida que, todo indica, está basada sólo en una ocurrencia del omnímodo señor bajo cuyo mandato personalísimo parece que habremos de vivir como otrora vivimos bajo el presidencialismo absoluto instaurado por el PRI. Himenia Camafría, madura señorita soltera, tenía un perico, según uso de las llamadas «cotorronas». El tal loro, según uso de los pericos, era lascivo y lúbrico. Solía meterse de rondón en el corral de las gallinas y cebar en ellas sus carnales rijos. Harta de los desmanes del libidinoso pajarraco la solterona lo amenazó, severa: si volvía a hacer «aquello» con las gallinas le arrancaría las plumas de la cabeza. Sucedió que el cura párroco del pueblo y su vicario fueron a visitar a la señorita Himenia. Ambos eclesiásticos eran calvos de solemnidad. Los vio el loro y les dijo con disgusto: «¡Cochinos!». FIN.

MIRADOR.

Me habría gustado conocer a este señor don Timoteo.
Se vio forzado a asistir -su esposa lo llevó- a una asamblea religiosa presidida por el pastor de una de tantas sectas recién llegadas a su pueblo. Don Timoteo quedó en primera fila, y el predicador lo tomó como destinatario personal de su estentórea perorata.
-¡Con tus pecados le diste la cruz a nuestro Redentor! -le gritó casi en la cara-. ¡Con tus pecados le diste la corona de espinas que hizo sangrar sus sienes! ¡Con tus pecados le diste la llaga en su costado! ¡Con tus pecados le diste los clavos que traspasaron sus divinas manos y sus pies!
Don Timoteo le lanzó una mirada rencorosa y le preguntó en voz que todos pudieron escuchar:
-¿Y tú qué le diste con los tuyos, desgraciado? ¿Vacaciones?
Me habría gustado conocer a don Timoteo.
Sabía poner silencio en el que grita, y recordarle al soberbio la humildad.
¡Hasta mañana!…

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