De política y cosas peores

25/07/2018 – La curvilínea secretaria le dijo al nuevo empleado: «Y estoy segura de que te gustarán las prestaciones que tenemos aquí. Yo soy una de ellas». «¡Eres un desvergonzado!». Así le gritó doña Macalota a su esposo don Chinguetas después de que el casquivano señor, que mostraba huellas de lápiz labial en cara y cuello, le dijo que había estado trabajando en la oficina. «¡Eres un desvergonzado!» -volvió a decirle hecha una furia. «No lo soy -se defendió el gran cínico-. Si lo fuera te habría dicho en verdad dónde estuve». El cliente: «¿Tiene usted el libro Sexo y matrimonio ?». El librero: «Viene en volúmenes separados». La clarividente fijó la vista en su bola de cristal y le anunció al hombre que la consultaba: «En este momento tu padre está pescando truchas en el río Kawane». «Se engaña usted -rechazó el tipo-. Mi padre murió hace años». Sin cambiar de tono manifestó la mujer: «El esposo de tu madre murió hace años. Tu padre está pescando truchas en el río Kawane». Saltillo, mi ciudad, cumple años hoy. Cuatro siglos, cuatro décadas y un año ajusta en este día, el de la fiesta de Santiago Apóstol, su celestial patrono. Nuestro Santiago no es el belicoso Matamoros de los ejércitos de España: es el manso peregrino de venera y bastón de caminante cuya vía señalan las estrellas y cuyo camino caminé de la mano de aquel irlandés loco de amor y música que se llamaba Walter Starkie. Hoy me levantaré muy de mañana para cantarle a mi ciudad Las Mañanitas. Otra vez le declararé mi amor. Desde la altura del Ojo de Agua, su más antiguo y entrañable barrio, miraré la enhiesta torre de su catedral y la cúpula de San Juan Nepomuceno, el templo de mi niñez. Hacia el poniente veré el verdor de la Alameda y de las huertas de perones y membrillos plantadas por nuestros padres tlaxcaltecas. Y allá lejos, al norte, el edificio -que todos llaman majestuoso- de mi colegio, el Ateneo Fuente. Asistiré por la tarde a la sesión solemne del Cabildo en la cual Manolo Jiménez, el jovencísimo alcalde saltillense, entregará la máxima presea que la ciudad otorga a sus más destacados ciudadanos y a sus instituciones más señeras. Este año la recibe Graciela Garza Arocha, amiga muy querida, que dio a Saltillo su restaurante de más fama, «La Canasta», y un platillo que es más bien plato cardenalicio: el insigne arroz huérfano, así llamado porque no tiene madre. Se rendirá homenaje a la memoria de don Francisco Alanís, gran señor que dejó memoria inolvidable al mismo tiempo como empresario laborioso y como persona de calidad humana excepcional. Será reconocida la obra que a lo largo de 95 años ha cumplido la prestigiosa Universidad Autónoma Agraria «Antonio Narro», cuyos trabajos de docencia e investigación han sido de beneficio para México y para muchos países del mundo. Saltillo es ciudad amable y generosa habitada por gente hospitalaria que a nadie trata como a extraño. Alguna vez llamada «La Atenas de México», ha conservado sus blasones culturales. A la vuelta de cada esquina te topas con un poeta, no sé si para bien o para mal. Hay más grupos de teatro que Oxxos. Se canta ópera y se toca rock. Los fantásticos crepúsculos han hecho que proliferen los pintores. Se bailan tanto las contradanzas del antepasado siglo como las audacias de la moderna danza. También -se me olvidaba- se fabrican automóviles que ruedan en todas partes del rodante mundo. Ésa es mi ciudad. La llevo tatuada en la piel del alma. Hoy que cumple un año más de vida le regalo otra vez la mía. Aquí se abrieron mis ojos a la luz. Aquí, si el dueño de las vidas no dispone otra cosa, se abrirán a una luz nueva. FIN.

MIRADOR.

Ninguna arquitectura humana iguala a la perfecta arquitectura de un huevo de gallina.
Sobre la mesa de la cocina del Potrero hay un cestillo con los huevos que doña Flor nos regaló. Son huevos de rancho, o sea de gallinas libres que comen lo que Dios les da a comer. Son grandes, y su yema tiene el color que tiene el Sol. No sólo son sustancia pura: son también pura sustancia. Te comes uno y sientes que te has comido el mundo; te comes dos y sientes que el mundo te ha comido a ti.
Si anduviera por aquí el señor don Diego -Velázquez, digo- haría un bello cuadro con los huevos de este canastillo. Él sabía pintar la grandeza que hay en lo pequeño y la pequeñez que hay en los grandes. Pintaría estos huevos con tanta perfección que si por descuido se dejara el cuadro en un lugar caliente, al cabo de los días se quebrarían sus cascarones y nacerían los polluelos.
Mañana me almorzaré uno de estos huevos -quizá dos- y saldré luego a la mañana a ver la vida. Ella me mirará y me preguntará, curiosa: «¿Qué fue lo que almorzaste, que te ves tan bien?».
¡Hasta mañana!…

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