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De política y cosas peores


23/07/2018 – El hombre que atendía a los clientes en el modesto restorán caminero sirvió los panecillos con una pequeña pinza de metal. Doña Panoplia comentó: «Da gusto ver aquí esta limpieza». «Gracias, señora -respondió el camarero-. La dueña de la fonda nos tiene prohibido tocar las cosas con los dedos». Preguntó ella, traviesa: «¿Y cuando van al pipisrúm?». Contestó el mesero: «No sé los demás. Yo uso la pincitas». Doña Jodoncia y don Martiriano no se ponían de acuerdo en un asunto. Arriesgó don Martiriano con timidez: «Yo opino…». «¡Tú te callas! -rugió doña Jodoncia-. ¡Cuando quiera oír tu opinión te la diré! «. El cabo llevó a un soldado ante el superior. «Mi sargento -denunció-. Este hombre me llamó cabeza de palo «. «Eso es grave, soldado -habló severamente el otro-. Implica una grave falta de respeto a un superior, y el castigo es grave». El inculpado se defendió: «Yo nunca lo llamé cabeza de palo «. «Bueno -admitió el cabo-. No me llamó exactamente así. Pero me dijo: Póngase el casco, mi cabo. Por ahí anda un pájaro carpintero». El director del internado ordenó a uno de los estudiantes que descargara unos costales de papa de un camión. Opuso el muchacho: «No puedo hacer tal cosa. Padezco de la columna vertebral, y el doctor me recomendó no cargar pesos mayores de 10 kilos». Replicó el director: «Para creer lo que me dices necesito ver un certificado médico». El estudiante sonrió con aire de suficiencia y de su mochila sacó un papel. Efectivamente, el doctor de su familia pedía que no se hiciera al muchacho cargar objetos que pesaran más de 10 kilos. «Tenías razón -le dijo el director-. Discúlpame. Te autorizo a bajar las papas una por una»… La gallinita le exigió al gallo del corral: «Quítate ese sombrero de palma y esos huaraches. No voy a andar por ahí poniendo huevos rancheros»… En 10 años de casada doña Fecundina tenía ya nueve hijos, y estaba en espera de uno más. Se quejaba con su marido de que no le daba lo suficiente para nutrirse bien. Se defendió el infame tipo: «Yo jamás te prometí que te tendría bien alimentada. Lo que te dije fue que siempre te tendría con la barriga llena»… Muchas cosas deben cambiar en México, eso es cierto. Pero se deben cambiar con tino a fin de que no haya que cambiar inmediatamente después los cambios que se hicieron. Si López Obrador quiere cambiar las cosas debe reconocer, primero, que no todo está podrido en Dinamarca; esto es que no todo está mal; que hay cosas buenas merecedoras de ser conservadas. Destruir es fácil: con un solo plumazo se puede echar abajo lo que mucho tiempo tardó en ser construido. Es necesario entonces poner en ejercicio la prudencia y el discernimiento para determinar qué es lo que requiere cambio y qué es lo que se debe mantener. Tiempos de cambio han llegado para México. Eso es bueno, pues con los años se han acumulado en la vida pública de nuestro país males y vicios de todo orden y desorden. Esperemos que los cambios que se hagan sean para bien, y no se finquen en el mero prurito de cambiarlo todo.El maestro les preguntó a los niños: «¿Cuáles son los pájaros que vuelan más alto?». De inmediato Pepito levantó la mano. El profesor había tenido que escuchar muchas veces las majaderías del chiquillo, de modo que le dio la palabra a otro niño: «¡Las águilas!» -dijo éste. Pepito siguió pidiendo contestar. Opinó una niñita: «¡Los cóndores!». «¡Los buitres!» -juzgó otro. Por fin el maestro no pudo evitar ya darle la palabra a Pepito. Le dijo con un suspiro de resignación: «A ver: ¿cuáles son los pájaros que vuelan más alto?». Respondió Pepito triunfalmente: «¡Los de los astronautas!»… FIN.

MIRADOR.

Este hombre se llama Juan.
Yo lo conozco bien, pues vive en el Potrero. Puedo decir lo que hace cada día. Se levanta cuando no hay luz en el cielo todavía. Almuerza un magro almuerzo y se va a la labor. Ahí trabaja una jornada dura, con sol de plomo o frío que congela. Su huerto es un jardín bien cultivado.
Esta mujer se llama Luisa. Es la esposa de Juan. Se afana hora tras hora en sus quehaceres. No sabe lo que es descanso, pero sus cinco hijos andan limpiecitos, y la pequeña casa donde viven albea como una blanca sábana recién lavada.
Juan y Luisa me invitan a comer. La comida es pobre. La comida es rica. Al terminarla ambos se persignan y dicen la sencilla oración aprendida de sus padres:
«Gracias a Dios que nos dio de comer sin haberlo merecido. Amén».
¿Sin haberlo merecido? ¿Ellos? Entonces ¿qué puedo decir yo? Rezo también, pero en mis labios la frase de acción de gracias es verdad. Yo sí que no he merecido esta comida. Ni siquiera merezco rezar con ellos la oración.
¡Hasta mañana!…

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