Nuestros Columnistas Nacionales


De política y cosas peores


13/07/2018 – En la noche de bodas el romántico recién casado iluminó la habitación con velas. Salió del baño su flamante mujercita, miró aquello y le dijo riendo al enamorado novio: «Ay, Leovigildo. No sé para qué me enciendes velas. ¡Ni que fuera virgen!». Mi infancia estuvo llena de prodigios. El de los Reyes Magos, claro, que después de dejarnos sus regalos a mis hermanos y a mí se bebían la leche y se comían los buñuelos que mis papás les habían dejado en la mesa de la cocina. El de la lluvia de estrellas del 47, que contemplamos en familia desde la azotea de la casa. Esa noche mi padre rió cuando grité asustado porque creí que una de las estrellas fugitivas iba a pegar en la cúpula de la iglesia de San Juan. El de Roberto Sosa, aviador del Escuadrón 201, que luchó contra los japoneses en las Filipinas y luego asombró a Saltillo lanzándose en paracaídas, cosa nunca antes vista en mi ciudad. Prodigio mayor que todos ésos, sin embargo, era el que ofrecía a propios y extraños el Café Kalionchiz, sito en la esquina noroeste del mercado. Tenía ese restorán una larga barra de granito que daba a la calle de Carranza. Ahí estaba la fuente de sodas, donde un hombre de portentosa habilidad servía en vasos de cristal de prisma las ricas gaseosas de limón, fresa, naranja, y la muy exótica llamada «de raíz», o sea zarzaparrilla. Tú te ponías deliberadamente en el extremo opuesto de la barra y desde ahí pedías tu refresco. Llenaba el vaso hasta los bordes aquel magnífico señor, ponía en él dos popotes -entonces novedosísimo artilugio que constituía todo un lujo- y luego, con diestro movimiento de brazo y mano, lanzaba el vaso, que se deslizaba graciosamente por la larga superficie de granito y llegaba con exacta precisión, y sin que se derramara una sola gota del refresco, a donde estabas tú. Ni las proezas de los hermanos Esqueda, bizcos ellos y no obstante eso audaces trapecistas en el Circo Beas, ni los temerarios giros que en su motocicleta hacía Ráfaga Palmer dentro del Globo de la Muerte en el Atayde Hermanos me maravillaban tanto como la extraordinaria hazaña de aquel hombre en la fuente de sodas del Kalionchiz. Los popotes que dije eran de papel. Tenías que beber tu refresco prontamente, pues los tales popotes se humedecían luego y quedaban convertidos en inútiles tirillas. Luego vinieron los de plástico. Nunca pensamos que serían una maldición. Hechos de un material no degradable son atentado grave contra el medio ambiente. Van a dar, desechos letales, a los ríos y al mar, contaminan sus aguas y provocan la muerte de una infinitud de criaturas que los tragan confundiéndolos con alimento. Por eso aplaudo la iniciativa de suspender el uso de esos popotes en bares y restoranes. La medida se puso ya en vigor en el municipio de Ramos Arizpe, uno de los más importantes de mi natal Coahuila, por lo cual se hacen merecedores de aplauso -dado con las dos manos, para mayor efecto- tanto la alcaldesa, Lilia María Flores Boardman, como los propietarios de esos establecimientos, que aceptaron de buen grado la disposición. «Menos popotes. Más planeta», dice el lema de la campaña emprendida en la histórica ciudad. Si en todas las del mundo se aplicara esa medida se daría un gran paso en la tarea de cuidar la Tierra, nuestro hogar común. La pequeña Rosilita le preguntó a su madre: «¿Tienes una manzana, mami? Pepito dice que me va a enseñar a jugar a Adán y Eva». Al consultorio del doctor Ken Hosanna llegó una mujer que presentaba un aspecto muy extraño, pues sus bubis apuntaban hacia arriba, firmes y enhiestas. «Señora -le indicó el facultativo-, las píldoras que le di eran para su marido». FIN.

MIRADOR.

Dicen que se aparece por la noche en el jardín de la casa del Potrero. Yo no lo he visto nunca.
Es el espectro de don Aristeo Larra, aquel señor que a mediados del siglo diecinueve vino como enviado del jefe político de la región. Se enamoró de Concha de la Peña, hija mayor del hacendado, y la pidió en matrimonio. El padre le concedió la mano de la joven, pues era rico el pretendiente y tenía buenas conexiones políticas tanto en Coahuila como en Nuevo León. Pero Concha había dado palabra de esposa al novio con quien tenía secretas relaciones. Escapó con él, y nadie volvió a saber nada de los enamorados.
Aristeo Larra se suicidó colgándose de la rama de un nogal que ese mismo año se secó. En las noches de luna, dicen los lugareños, su fantasma vaga por el jardín, y repite una y otra vez el nombre de la mujer por quien se quitó la vida.
Yo nunca lo he visto. He mirado, sí, el retrato de Concha de la Peña. Dicen que en esa imagen ella sonreía, pero cuando sucedió lo de la muerte de Aristeo dejó de sonreír.

¡Hasta mañana!…

Share Button