12/07/2018 – ¡Qué buena estaba Gerinelda! No se encontraba ya en la primavera de su vida, es cierto -andaría por los 40-, pero había conservado los encantos de la edad vernal, y a los hombres se les salían los ojos cuando miraban su ubérrimo tetamen o la magnificencia de su opimo nalgatorio. Ella procuraba ocultar esos atractivos, pues era mujer muy religiosa que casi no salía de la iglesia. Usaba blusas de cuello alto y manga hasta los puños; vestidos casi talares y medias de popotillo, aunque en el pueblo ya se conseguían las de nailon. No le faltaron pretendientes: casi todos los viudos del lugar y los solteros ya maduros le habían propuesto matrimonio, pero ella los rechazó, según decía para cuidar de sus ancianos padres, pero en verdad porque había hecho voto de virginidad perpetua ante la imagen de San Amós, el venerado patrono del lugar. A prima hora del día iba a postrarse a las plantas del profeta y renovaba su promesa de eterna doncellez. Aconteció que un día llegó al pueblo cierto viajante de comercio apellidado Ambroz. Y sucedió que vio en la calle a Gerinelda. Verla y encenderse en urentes ansias de gozarla fue todo uno. Hizo discretas averiguaciones sobre de ella, y enterado que fue de su piedad la abordó esa misma tarde a la salida del rosario. «Permítame presentarme, señorita -le dijo con acento untuoso-. Me llamo Felisberto Ambroz, para servir a usted y a Dios. Su gentileza y hermosura han hecho que nazca en mí el honesto deseo de tratarla. ¿Me permitiría invitarle un sorbete, o lo que sea de su agrado, en la heladería de la esquina?». Ella le lanzó una mirada despectiva y se alejó. No por eso se amilanó el viajante. A fuer de vendedor insistió al día siguiente, y al otro, y al otro, hasta que consiguió por fin que Gerinelda aceptara lo del sorbete (de chicozapote lo pidió). De ahí nació un frecuente trato que ella pidió fuera sólo de amistad. ¡Qué amistad ni qué ocho cuartos! Lo que quería Ambroz era otra cosa. Ideó una estratagema para lograr su intento. Sabedor de la devoción que sentía Gerinelda por el patrón del pueblo una mañana se ocultó tras el altar del santo, y cuando ella se arrodilló ante la imagen le dijo con acento grave: «Gerinelda, oye mi voz. Te está hablando San Amós. Dale las pompas al señor Ambroz». La mujer se espantó al oír semejante demasía y escapó del templo. Regresó al siguiente día -por curiosidad- y volvió a oír lo mismo. Y así día tras día. No haré larga la historia. Temerosa de desobedecer al santo una noche de luna Gerinelda hizo a un lado tanto sus votos como sus vestiduras y cumplió al mismo tiempo la orden del profeta y la ardiente demanda del viajero. Y sucedió que aquello le gustó. De día y de noche buscaba al vendedor y le pedía otra vez lo mismo. Tres o cuatro veces al día le solicitaba amor. El tal Ambroz andaba ya ojerosoy macilento por las continuas exigencias eróticas de la antes piadosa Gerinelda, ahora convertida en insaciable fémina. Temeroso de dejar ahí la vida el lacerado se escondió otra vez una mañana tras el altar del santo, y cuando llegó la ávida mujer le dijo: «Gerinelda: te habla San Amós. Ya deja en paz al señor Ambroz». Replicó ella, desconcertada: «Pero, San Amós. Tú me ordenaste que le diera las pompas al señor Ambroz». «Sí -replicó el tipo con voz feble-. Pero yo decía nomás una vez o dos». Tanto el régimen que se va como el que viene se muestran obsecuentes ante las exigencias de Trump en materias como los migrantes y el combate al tráfico de drogas. Está bien que busquen tener una buena relación con el país del norte, pero no deben entregarse siempre al prepotente mandatario. Nomás una vez o dos. FIN.
MIRADOR
Cuando estamos juntos, mujer mía, no sé si tú eres tú y yo soy yo, o si tú eres yo y yo soy tú.
Las caricias que me haces son como si yo te las hiciera. Las caricias que te hago son como si me las hicieras tú. Cuando te tomo parece que me estás tomando. Cuando me tomas parece que te estoy tomando yo.
En el momento en que nos encontramos somos dos. En el momento en que nos despedimos somos uno solo.
Eres tan mía que te vuelves yo, y soy tan tuyo que me convierto en ti.
Sólo la mano de la muerte podría separarnos, pues fue la mano de la vida la que nos unió.
Ven otra vez conmigo, amada, e iré otra vez a mí. Habla para que me oiga, y hablaré yo para que te oigas tú.
Dame tu mano. Sentiré que es la mía. Te daré mi mano y sentirás que es la tuya.
Y cuando los dos nos vayamos de este mundo será uno solo el que al otro llegará.
¡Hasta mañana!…