Nuestros Columnistas Nacionales
De política y cosas peores
6/07/2018 – Decía mi inolvidable amigo Roberto Herrera, y decía bien, que Guadalajara es como el amor de madre: no tiene comparación. La frase de ese saltillense tapatío no encierra una verdad: la deja libre para que proclame que, en efecto, la Perla de Occidente -y también de Oriente, Norte y Sur- es comparable sólo a sí misma. La hermosa ciudad me trae una entrañable evocación: ahí pasé mi luna de miel. Un año después regresé a Guadalajara. Entonces sí salí a la calle y conocí sus bellezas; el señorío de su gente, tan apegada a valores propios de México y de lo mexicano; su nobleza y su cordialidad. Me extendería en el elogio de la capital de Jalisco, pero me asalta el temor de que me suceda lo que a aquella vedette de exuberantes curvas que un día se presentó a cantar en mi ciudad, Saltillo. Acostumbraba ella decir al principio de sus actuaciones un discursito de cajón, el mismo siempre y dicho con iguales palabras fuese cual fuere la ciudad en que se presentaba. Aquella noche también dijo su discurso la vedette. Manifestó que Saltillo le encantaba; la seducían los atractivosde la ciudad; estaba conmovida por la cálida hospitalidad de sus habitantes. Y añadió que tanto le gustaba Saltillo que, aunque ella vivía en la Ciudad de México, siempre estaba con un pie en México y el otro pie en Saltillo. Un peladito de la galería le gritó: «¡Pos quién estuviera en San Luis Potosí!». Pues bien: me sucedió que hace algunos años di una conferencia en Guadalajara. Se llenó el espacioso auditorio del Hotel Hilton con un generoso público que me aplaudió de pie al terminar mi perorata. Se me acercó entonces un señor de muy buena presencia, elegante, que me entregó un mensaje que él mismo había escrito unos minutos antes. Ese mensaje, que conservo, dice así: «Muy estimado don Armando: ¡Con cuánta ilusión asistí a su conferencia! Se trataba de escuchar a mi cotidiano amigo matutino. Lo primero que hago al desayunar es leer una de mis dos columnas favoritas en Mural: De Política y Cosas Peores. Con eso empiezo feliz el día. La otra columna es Mirador. Con ella recobro la esperanza. ¡Y resulta que hasta hoy pude enterarme de que es la misma persona quien escribe las dos! Así que mi agradecimiento y mi felicitación son dobles: para el hombre de bien que nos hace reír, y para el extraordinario literato que a veces nos hace llorar con su honda ternura. Su devoto fan y amigo: Vicente Garrido… ¡Don Vicente Garrido, gloria de México, que dio a nuestro país y al mundo canciones tan hermosas como «No me platiques», «Te me olvidas», «Todo y nada», «Una semana sin ti» y muchas otras que han enriquecido con su música y su letra la letra y la música de nuestra vida! Cuando supe quién era el que con tanta bondad se dirgía a mí, ganas me dieron de besar la mano que compuso esos cantos de amor y desamor, de soledad y compañía, de gozo y de tristeza. Me contuve, para mi mal, pues muchas veces me he arrepentido de haberme frenado, y ninguna de haberme desenfrenado. Pero le dije al maestro que jamás he ido a una reunión de gente de la bohemia, en todo el territorio nacional, en que no se cante alguna de sus composiciones, de modo que tenía asegurada ya la inmortalidad que gana aquel que ha entregado a sus semejantes el don precioso de una canción. La vida me ha dado siempre en Guadalajara regalos de vida. Hace unos días Raquel Ramos y Rafa Méndez Coss, amigos muy queridos, me hicieron uno de esos regalos que nunca olvidaré. Los estoy esperando ya en Saltillo para corresponder mínimamente a su hospitalidad. Por ella y por los bellos recuerdos les doy gracias. Y también por haberme dado tema para no hablar hoy de política. (¡Uf!). FIN.
MIRADOR.
Muy interesante es la lectura del libro «El sacerdocio del laico», obra de Malbéne que recientemente se publicó en Madrid (Editorial Proa).
En sus páginas sostiene ese filósofo una tesis que debería ser motivo de reflexión entre nosotros:
«… Podemos aceptar -opina- el sacerdocio del laicado, es decir, que los laicos hagan ciertas cosas que antes estaban reservadas a los sacerdotes. La escasez de ministros ordenados justifica el recurso. Lo que rechazamos es la laicización del sacerdote. No es procedente que los sacerdotes pretendan hacer el papel de laicos en el mundo. Después de todo, laicos hay bastantes…».
Eso dice Malbéne. Seguramente sus palabras no serán del agrado de los sacerdotes que actúan como si fueran laicos ni de los laicos que se sienten frustrados por no haber sido sacerdote. Pienso, sin embargo, que las ideas del controvertido son merecedoras de atención.
¡Hasta mañana!…