De política y cosas peores

4/07/2018 – Yo no voté por López Obrador. Tuve mis razones -y tuve sus sinrazones- para no votar por él. Quizá me faltará vida para saber si acerté en eso o si cometí un error mayúsculo al no ser parte de los millones de mexicanos que llevaron a AMLO a la victoria, pero puedo decir que voté conforme a mi conciencia y pensando en el bien de mi país. Espero de todo corazón haberme equivocado. Si llego a conocer que incurrí en falta lo reconoceré. Grande fue la victoria del líder de Morena. El entusiasmo y alegría de sus seguidores después de la elección son en algún modo comparables a los que suscitaron los triunfos de Iturbide y Madero. Esa analogía me lleva a preguntarme si López Obrador gobernará con criterio imperial, como el primero, o con talante democrático, al modo del segundo. El hecho de que los electores le hayan dado también mayoría en el Congreso hace que esa pregunta sea pertinente. Terminó la era priista, que duró 70 años, y empieza la era lopezobradorista, que nadie sabe cuánto durará. En este proceso electoral el PRI se desfondó, como predijo con acierto Gerardo Hernández, querido amigo y talentoso periodista. Desde luego el PRI no va a desaparecer. Pertenece a la esencia de lo mexicano, igual que el tepache o las garnachas, y algún día resurgirá de sus cenizas como el gato Félix, para usar la expresión de la vedette. Lo sustituye ahora un régimen que lleva el mismo gen del PRI de la época presidencialista, y que ostenta su mismo nacionalismo e iguales tendencias populistas y estatistas. Cuando hablé del «Primor» -posible alianza oculta entre el PRI y Morena- un ingeniosísimo lector me hizo notar que más bien tendríamos con AMLO un «Morpri», un «más PRI». Si eso sucede el nuevo priismo sería semejante al de Echeverría. El oleaje que llevó a Morena al triunfo trajo también consigo derrotas indebidas y victorias injustificadas. Un desolado ciudadano puso en la red esta dolida frase: «Vivo en un país en el que Kumamoto pierde y Cuauhtémoc Blanco gana». Tales son los efectos de la democracia, y debemos aceptarlos no con resignación, sino con esperanza, confiando en que otro bien democrático, la educación, nos llevará a aprender un día que el mejor gobierno es el de los pocos mucho para los muchos poco. Quiero decir el gobierno de los muy pocos que mucho han recibido y que procuran el bien de los muchos que poco o nada tienen. Ojalá sea así el gobierno de López Obrador: un gobierno apegado a la ley; honesto; respetuoso de las garantías y derechos que tanto trabajo ha costado conseguir, especialmente el de la libertad de expresión, piedra de toque de la democracia; un gobierno que reconozca el pluralismo y la diversidad; que no estorbe los esfuerzos de las mujeres y de las personas con preferencias sexuales diferentes en su lucha contra la discriminación; un gobierno laico que mantenga la estricta separación que para provecho de ambas partes debe haber entre el Estado y las iglesias; un gobierno, sobre todo, que adelante el reloj de la justicia social, trágicamente atrasado en México, y que cumpla el lema que alguna vez ondeó como partido: primero los pobres. Si López Obrador hace un gobierno así tendrá mi apoyo. No incondicional -es peligroso dar a un gobernante apoyo incondicional-, pero sí leal y desinteresado. AMLO fue electo en forma legítima e incuestionable. Será Presidente de México. Todos debemos acompañarlo en la tarea de buscar el bien de la Nación. Si López Obrador hace un gobierno fincado en las ideas de libertad, justicia y democracia; si actúa sin demagogia ni autoritarismo; si resiste la insana tentación que entraña el poder absoluto, entonces, y sólo entonces, le daré mi voto. FIN.

MIRADOR.

San Virila no hace milagros: se le caen, como a un niño sus canicas o a un poeta sus versos. Ni siquiera piensa el frailecito que los prodigios que realiza son milagros: los ve sólo como travesuras que seguramente divierten al Señor, por más que alteren el orden natural establecido por él.
Ayer, por ejemplo, fue a la aldea a pedir el pan para sus pobres. Iba por el camino cuando escuchó gritos angustiosos. Una niñita había caído en el torrente; seguramente se iba a ahogar. San Virila caminó sobre las aguas; la tomó en sus brazos y la entregó a su madre. En seguida dijo en silencio una oración:
-Perdóname, Señor, por haberte copiado eso de caminar sobre las aguas.
Allá arriba el buen Jesús sonrió y le dijo:
-No te preocupes. Me gusta que los hombres me imiten. Pero procura no hacer tantos milagros: haz solamente los suficientes para evitar que la realidad se ensoberbezca.
En eso llegó la madre de la niña, se arrodilló ante San Virila y le besó la mano.
-No hagas eso -le dijo el santo haciendo que la mujer se levantara-. Podría ensoberbecerme yo.
¡Hasta mañana!…

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