26/06/2018 – ¿Alguna vez, sobrino, te he contado cómo hice la primera comunión?
No pienses que voy a hablarte del día de mi niñez en que recibí por vez primera el sacramento de la eucaristía de manos del buen padre Secondo, italiano él, que conoció a Don Bosco y hablaba muy quedito, pues respiró gases venenosos en la guerra del 14. Te hablaré de la primera vez que recibí el sacramento de la vida de manos de una muchachita con la que me acosté a los17 años. A eso, a iniciarse en los goces del amor sexual, le llamábamos «hacer la primera comunión». La expresión tiene algo de sacrílega, lo sé, pero la usábamos como parte de nuestro vocabulario de casi niños en trance de convertirse en hombres. Te diré, Armando, cómo hice esa primera comunión. Tenía yo dos amigos. Uno era un alma de Dios; el otro era un cabrón. Una tarde mi amigo alma de Dios llegó muy asustado al café donde solíamos juntarnos. Nos dijo que acababa de encontrar un reloj tirado en la calle. Alguien lo había visto cuando lo recogió, y le pareció que lo estaba siguiendo. ¿Qué debía hacer? Mi amigo el cabrón le dijo que estaba en gran peligro: podía ser acusado de ladrón e ir a la cárcel. Pero él lo iba a ayudar. «Dame el reloj. Lo entregaré en la Dirección de Objetos Perdidos de la Presidencia Municipal. Ahí localizarán al dueño, y nadie sospechará de ti». El alma de Dios se deshizo en agradecimientos. «Ni lo menciones -le dijo, magnánimo, el cabrón-. Para eso estamos los amigos». En mi trato con cabrones, sobrino, siempre he sido algo tonto: nunca pienso que lo son. Tan pronto se fue el alma de Dios el cabrón me dijo: «Vamos». Eso de «vamos» entrañaba ya complicidad. Se dirigió a Las Puertas Verdes, una casa de préstamos así nombrada por tenerlas de ese color. Ahí empeñó el reloj en 30 pesos. Me volvió a decir: «Vamos». Subimos a un taxi -carros de sitio se llamaban- y mi amigo el cabrón le pidió con laconismo al conductor: «A la zona». Yo me sobresalté. Jamás había ido a ese lugar, que para mí era de pecado. Llegamos. Era temprano todavía; quizá las 8 de la noche. El burdel al que mi amigo me condujo estaba aún vacío. El cantinero limpiaba las copas, aburrido, y la madrota hojeaba una revista en su sillón. Mi amigo pidió un par de cervezas; luego llamó a la mujer y le entregó un billete. «Estoy festejando a mi amigo Felipe, aquí presente -le dijo, imperativo-. Trae a tus muchachas para que escoja una». Fue la madrota al interior y regresó poco después al frente de seis o siete prostitutas de distintos pelajes. Mi amigo les ordenó: «Fórmense». Luego volviéndose hacia mí, me ofreció con ademán munificente: «Escoge». Desde que entraron las mujeres había yo puesto los ojos en la más joven y más pequeña de cuerpo. Bien formada, tendría la misma edad que yo. Dije sin vacilar: «Ésa». Con un gesto de mando mi amigo la hizo venir; le dio otro billete y le indicó: «Estoy festejando a mi amigo Felipe, aquí presente. Ve con él y hazle un buen trabajo». Sin decir palabra la muchachita se encaminó al interior del local. Yo la seguí. Fuimos por un estrecho corredor en penumbra. Tengo el recuerdo vivo, Armando. Ella llevaba un vestido de tela barata, sencillo, casi recatado. Aún así se podían ver sus redondeces y turgencias. Yo ya iba a punto para lo que iba a suceder. Tenía 17 años, te dije, y a esa edad a la menor provocación se pone uno a punto. Pensé gozoso: «Dentro de poco todo eso va a ser mío». La putita me llevó a su cuarto. Y entonces. Pero debo retirarme, sobrino. Es la hora en que escribo mi columna. Perdona que interrumpa aquí el relato. El próximo martes nos veremos, como cada semana, y entonces lo continuaré. FIN.
MIRADOR.
Muchas veces he dicho que me apasiona la ópera, ese hermoso, absurdo género en que la gente canta con un tósigo mortal en el estómago o un puñal clavado en el corazón.
Desde que oí «Rigoletto» en las voces de Callas y Di Stefano -ahorré dos meses para poder comprar el álbum de Angel, espléndido y carísimo- quedé atado para siempre a Mozart y Rossini; a Donizetti y a Bellini; aVerdi y a Puccini; a Saint-Saëns y Massenet; a Gounod y Bizet; a Mascagni y Leoncavallo. (A Wagner no).
Soy un villamelómano, pero un villamelómano enamorado. Por eso me gustó mucho el libro que escribió Salvador González-Tamez, quien en Monterrey ha dedicado su vida a la ópera: a cantarla, a difundirla, a enseñarla. El libro, ameno e instructivo al mismo tiempo, se llama «¡Ópera! ¿Por qué no?», y es excelente obra tanto para los iniciados como para los que apenas se inician. Yo lo leí con el mismo gusto y la misma facilidad con que se escucha «La donna è mobile». Encontré en él anécdotas sabrosas, datos que no conocía y -sobre todo- nuevos motivos para amar el bello canto.
Doy gracias a Salvador por este libro de ópera que nos entrega, en cuyas páginas está su entrega a la ópera.
¡Hasta mañana!…