De política y cosas peores

Armando Fuentes

12/05/15

Plaza de almas.

«Niños pobres… Niños ricos…». Así empezó mi amigo su relato. Y continuó: «Siempre habrá niños de las dos especies. Ni los niños ricos hicieron nada para nacer ricos ni los pobres tuvieron alguna culpa que los hiciera nacer pobres. Mientras el mundo sea mundo habrá esas diferencias. No lo digo yo, lo dijo Jesucristo: Siempre habrá pobres entre vosotros . En eso, creo, radica verdaderamente la diferencia entre los hombres y los demás seres de la creación. No en la inteligencia, ni en la palabra o la risa, ni en el alma o espíritu, ni en ninguna de las demás jactancias de los humanos, sino en el dinero. He oído decir que entre los animales hay también clases sociales, pero derivan de la naturaleza, no de esa invención, el dinero, que tantas separaciones establece entre los hombres. Yo, por ejemplo, fui niño rico. En eso no tengo mérito, pero tampoco responsabilidad. Nací en el seno -así se dice- de una familia acomodada. Por lo tanto mi niñez fue cómoda. Mi amigo el Chan, en cambio, nació pobre. No digo nació en el seno de una familia pobre porque no sé si las familias pobres tengan seno. Era el hijo del lavacoches del fraccionamiento. Le decíamos el Chan por no decirle el Chanclas. Usaba unos zapatos viejos, quizá heredados de su padre, que le quedaban demasiado grandes y que por eso hacían un ruido extraño al caminar: Chan, chan . El Chanclas. Éramos amigos. Muy amigos. Él era mucho más alto y fuerte que yo, que era niño bajito de estatura y debilucho. Y sin embargo cuando en nuestros juegos revivíamos las aventuras de Tarzan yo la hacía de Rey de la Selva y él de Chita, el chimpancé. Eso era porque yo era rico y él pobre. Al Chanclas no le molestaba ser el chango . Más aún: se esmeraba en hacer bien su papel. Saltaba con movimientos simiescos; se daba golpes en el pecho; aplaudía torpemente y gritaba con voz chillona y recia. Por mi parte trataba de imitar el grito de Tarzan en la jungla, pero no me salía bien, pues mi voz era tan débil como yo. Pero eso no importaba: por derecho divino yo era Tarzan, y por designio de la divinidad el Chanclas era Chita. Así son las cosas, y nadie puede hacer nada para modificarlas. Siempre habrá pobres entre vosotros . Así de humanos somos los humanos. En fin. Pasó el tiempo, y el Chan y yo crecimos. Dejamos de vernos, claro, y ya no fuimos amigos, claro. Yo fui a la universidad, y al terminar la carrera me hice cargo del negocio de mi padre. Me casé con una chica que nació también en el seno de una familia acomodada, como la mía. Tuvimos hijos que nacieron igualmente en el seno de una familia acomodada. Ni mi mujer ni mis hijos ni yo tuvimos culpa alguna de esa comodidad. Designio divino, ya lo dije. Un día fuimos al cine, y al término de la función nos salió al paso un individuo sucio, desgarrado, astroso, evidentemente ebrio o drogado. Se puso frente a nosotros y empezó a hacer movimientos de simio: saltaba, se golpeaba el pecho, daba palmadas y chillidos. ¿Ya me reconociste? -me preguntó-. Soy el Chanclas. Te vi entrar en el cine y te esperé . Mi esposa y los niños estaban asustados. Dale algo y que se vaya -me dijo ella sin molestarse en bajar la voz. Saqué la cartera y le entregué un billete. Él lo tomó -me lo arrebató casi- y renovó sus saltos y sus gritos, como si con eso quisiera corresponder a la limosna. ¿Te acuerdas, eh? ¿Te acuerdas? , me preguntaba una y otra vez mientras nos seguía por el estacionamiento saltando y agitando los brazos. Me acordaba, sí. No sé por qué sentí vergüenza de que viera mi coche. Él sonreía con sonrisa estúpida, de borracho. Cuando eché a andar el automóvil se despidió agitando la mano alegremente, y eso me avergonzó aún más. No dije nada. Mi mujer me preguntó poco después: ¿Por qué vas tan callado? . Le contesté lo primero que se me ocurrió: Voy recordando la película . La verdad es que iba recordando la vida. Ahora pienso que a veces no tiene caso recordarla. Por lo menos en algunas de sus partes. Pero eso es imposible. Siempre te saldrá al paso una sombra que te preguntará: ¿Te acuerdas, eh? ¿Te acuerdas? «… FIN.

MIRADOR.
El color rojo estaba muy orgulloso de ser el color rojo. Cuando a los hombres se les preguntaba: «¿Cuál es tu color favorito?», 9 de cada 10 respondían: «Es el rojo».
Así pues el color rojo, soberbio, hizo la guerra a los demás colores y acabó con ellos. Ya no hubo otros colores más que el rojo. El cielo era rojo, y roja la hierba de los campos. El agua de los ríos y del mar se volvió roja. La tez misma de los hombres se pintó de rojo. Algunas cosas, naturalmente, no cambiaron de color. La sangre, por ejemplo, o el Mar Rojo. Pero casi todo enrojeció.
Aquello, la verdad, fue muy monótono. La mujer amada te miraba con ojos colorados, como de conejo, y eso no tenía nada de poético. La hermosísima canción llamada «Ojos cafés» perdió su original belleza. «Me miré en el fondo de tus ojos rojos…». Ya no sonaba igual.
El color rojo se dio cuenta del grave error que había cometido. Pretender que todos sean como tú constituye una equivocación tremenda. No sólo debemos admitir o tolerar las diferencias: debemos reconocer que sin ellas el mundo sería feo y aburrido. El rojo, pues, dio marcha atrás, y otra vez hubo cosas azules, y verdes, y amarillas.
Y colorín colorado -y azul, y verde, y amarillo- este cuento está acabado.
¡Hasta mañana!…

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