De política y cosas peores

Armando Fuentes

04/06/2018

«He descubierto que mi mujer finge sus orgasmos». Esa tonante declaración hizo don Cornulio en la oficina. Uno de sus compañeros le preguntó: «¿Cómo lo sabes?». «Bueno -razonó él-. Al menos eso dicen los que la conocen». «¡En pie, hijos de mala madre!». El estentóreo grito del sargento hizo que todos los reclutas abandonaran al punto sus literas y se formaran ordenadamente. Uno de ellos, sin embargo, permaneció acostado. El ceñudo mílite fue hacia él, amenazante. Le dijo el recluta: «Había muchos, ¿no es cierto, mi sargento?». Un agente de medicinas entró en «El columpio del amor». Así se llama el lupanar regentado por doña Madorota. La añosa daifa le ofreció los servicios de Thaisia, su pupila más de moda, conocida en los ambientes de rompe y rasga con el inédito título de «La mulata de fuego». Le informó la madama al visitante: «Una hora con ella cuesta 5 mil pesos». La cara que puso el presunto cliente hizo ver a la madama que debía ofrecerle algo de mayor accesibilidad. «Tengo también a Mesalinia -le dijo-. Por 3 mil pesos podrá usted disfrutar sus múltiples habilidades». El agente volvió a guardar silencio, cosa que doña Madorota interpretó como seña indudable de crisis financiera. «Igualmente está Frinesia -manifestó con tono ya menos obsequioso-. Su arancel es de sólo mil pesos». El agente de medicinas inquirió, humilde: «¿No tiene un producto genérico o similar más económico?». Los muros del viejo templo se derrumban y la cúpula se mantiene en su lugar, incólume, igual que si estuviera sostenida por columnas invisibles. La imagen surrealista corresponde a la realidad de México. El país se resquebraja por los embates de la violencia criminal y de la corrupción, y la cúpula en que habitan los detentadores del poder permanece intacta, sin que a ellos les suceda nada. En España cae el Presidente por un acto de corrupción. Aquí, en medio de un cúmulo de corrupciones comprobadas, la casta política sigue en su lugar, campando por sus fueros. ¿Qué nos sucede, que no sucede nada? ¿Qué nos pasa, que todo lo dejamos pasar? ¿Nos hemos acostumbrado de tal manera a la corrupción que ya ni siquiera la vemos, igual que no miramos el aire que se respira? Y una pregunta más: ¿cuál es la capital de Dakota del Sur?… En el Gentleman s Club de Londres lord Highrump les contó a sus amigos: «Anoche hice el amor con una mujer lasciva, lujuriosa, ardiente, apasionada, voluptuosa, lúbrica y sensual». «¿Ah sí? -preguntó, flemático, uno de los lores-. Y ¿de dónde vino esa extranjera?». En el Coliseo de Roma el guía condujo al grupo de turistas a una siniestra ergástula. «Aquí -les dijo con dramático acento- se vestían los mártires cristianos antes de salir a la arena para ser devorados por los leones». «Perdone usted -preguntó muy interesada una de las turistas: «¿Cómo se vestían?». «Señora -contestó el cicerone-, supongo que muy despacio». En el Tibet el sapiente lama le dijo a su joven discípulo norteamericano: «Yo te revelaré el último secreto de la vida, y a cambio tú me configurarás mi tablet». «Deme 100 pesos para un café» -le pidió el pordiosero a don Algón. El ejecutivo se atufó: «Un café en restorán cuesta a lo más 40 pesos». Repuso el pedigüeño: «Me gusta dejar una buena propina». En medio de la noche don Chinguetas lanzó un horrible grito que despertó a su esposa, doña Macalota. Preguntó la mujer, sobresaltada: «¿Qué te pasa?». Respondió don Chinguetas con temblorosa voz: «Tuve una pesadilla espantosísima. Soñé que una preciosa hurí, una bella odalisca y tú se estaban peleando por mí». Preguntó doña Macalota: «Y ¿dónde está la pesadilla?». Gimió don Chinguetas: «¡Tú ibas ganando!». FIN.

MIRADOR.
Por Armando FUENTES AGUIRRE.
John Dee fue al bosque esa mañana.
Antes se pasaba todo el tiempo entre las cuatro paredes de su taller de alquimia, oscuro y frío, pero desde que conoció a una mujer llena de luz, y cálida, habitaba en los cuatro rumbos cardinales del mundo y de la vida.
En la espesura John Dee miró los elevados pinos y la brizna de hierba apenas brotada de la tierra; oyó el grito de los pájaros azules y el canto de la alondra, eternamente enamorada; percibió el aroma de la flor, húmeda de rocío; probó el dulzor del agua clara del arroyo, y sintió en su cuerpo la tibieza de los rayos de sol que se filtraban entre el ramaje de los árboles.
Apareció en eso el abad del convento, que iba por el sendero hacia la aldea. Le dijo el monje:
-Me asombra ver que no trajiste un libro.
John Dee hizo un ademán que abarcaba el bosque, la hierba, las aves, la tierra, el agua, el sol. Y dijo:
-Éste es mi libro. Es el que leo ahora.
¡Hasta mañana!…

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