De política y cosas peores

Armando Fuentes

14/05/2018

Anna Listta, psiquiatra de profesión, llegó a su casa y encontró a su marido en concúbito carnal con una estupendísima morena. Lo primero que la doctora pensó fue que de seguro su esposo había sufrido en su niñez un trauma causado por su madre. A eso se debía su infidelidad. Luego se dijo que la estupendísima morena no tenía madre. Y finalmente le preguntó a su libidinoso cónyuge por qué lo hallaba en tan ilícito acto. Respondió él: «Te traje a esta mujer para que la analices. Creo que está loca». Con interés profesional inquirió la psiquiatra: «¿Por qué crees que está loca?». «Bueno -razonó el marido-. Al menos hace el amor como loca». Ya conocemos a Capronio. Es un sujeto ruin y desconsiderado. Fue a la reunión en que sus compañeros de la secundaria celebraron 30 años de haber salido de la escuela. Le dijo con tono admirativo a una de las asistentes: «¡No me digas que eres Boricia Karloff, aquella muchacha feúcha, desgarbada, con cara de tonta y piernas chuecas! ¡Mírate ahora!». Halagada, esperando los piropos que de seguro vendrían, repuso con una sonrisa la mujer: «Sí, soy yo». «¡No lo puedo creer! -siguió Capronio-. ¡30 años, y no has cambiado nada!». En el Potrero se narra una leyenda que explica cómo surgieron las montañas. Según ese relato en tiempos de Nuestro Señor no había montañas. Todo el mundo era una gran planicie en la que apenas sobresalían algunos oteros y colinas. Cuando Jesús subió a los cielos el día de la Ascensión la tierra quiso seguirlo para no perderlo, y se elevó también. Así nacieron las montañas. En los años de mi primera juventud fui montañista. Subí a todas las cumbres que rodean a Saltillo -El Picacho, El Diamante, El Penitente-; llegué a la cima de otras más altas y lejanas: La Viga, Santa Rosa, El Potosí. Dolía el cuerpo en esas escaladas, pero se aliviaba el alma. Ahora, en mi segunda juventud, escucho aún la voz de las montañas. El alma se alborota al oírla, pero el cuerpo se ha vuelto remolón -está más cerca ya del suelo que del vuelo- y me ata a ras del piso. Monterrey, ciudad vecina de la mía, tiene montañas épicas. Así las describió Manuel José Othón. Se hallan en una zona llamada La Huasteca. Sus peñones y riscos, sus escarpas, son maravilla de la naturaleza. Y sin embargo hay gente torpe que profana la majestad de ese prodigio con la barbarie de los grafitos. Eso es como pintarrajear el rostro de Dios. Por eso aplaudo -y con ambas manos, para mayor efecto- a las alumnas y alumnos de la Universidad de Monterrey y a su maestro Javier Díaz, que a través de un programa de ingenioso nombre, «Washteca», se dedican a la tarea de limpiar de grafitos esos montes. Desde aquí les envío mi felicitación. Es muy alentador ver esa muestra de civismo en medio de tantas muestras de incivilidad. Rubia era ella, y rubio él. Se casaron, y el primer hijo que tuvieron salió negrito. Ella se justificó ante su azorado cónyuge: «Recuerda que unos días antes de casarnos me llevaste a lo oscurito». Un tipo llamó por teléfono a cierto compadre suyo. Le dijo que necesitaba con urgencia hablar con él para tratarle un asunto de extrema gravedad. Debía ir al Bar Rocco ese mismo día a las 8 de la noche. Puntual acudió el hombre. Después de tres o cuatro copas habló el otro con sombrío acento. «Compadre -le dijo-. Tengo un amigo que va a fugarse con una mujer casada. Me pidió 30 mil pesos prestados para los gastos de la huida. Siento mucho informarle que la mujer con la que se va a escapar es mi comadre, la esposa de usted». «¡Santo Cielo! -se apuró el otro-. ¡Por favor, compadre, ayúdeme! ¡Préstele el dinero a su amigo!». FIN.
MIRADOR.
Por Armando FUENTES AGUIRRE.
Esta pequeña flor tiene un gran nombre: maravilla.
Las hay de muchos colores: rojas, moradas, amarillas, jaspeadas, color de rosa, blancas. Su perfume casi no perfuma. Se diría que a la flor le da pena ser; que se avergüenza de existir.
En este mes de mayo las niñas hacen collares de maravillas y los ponen a los pies de la Virgen en la capilla de Ábrego. A la luz de la luz que por los vitrales entra las maravillas se ven maravillosas. Parecen gemas -rubíes, topacios, ópalos, granates- que adornan el sitial de una reina.
Me conmueve esta sencilla flor. A lo mejor ni siquiera sabe que es flor. Si mirara a una rosa seguramente se acomplejaría, como dicen en la ciudad. Ni siquiera puede presumir de humilde, como hace la violeta, y se ruborizaría ante un sensual clavel. Pienso que su nombre le parece excesivo, y que le gustaría llamarse con otro más modesto.
Amo a las maravillas que hay en mi jardín. Cuando nadie me ve ni me oye voy y les digo en voz bajita: «¡Qué maravilla son ustedes, maravillas!».
¡Hasta mañana!…

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