27/04/2018 – Dijo la esposa de Languidio Pitocáido: «No sé por qué hacen tanto escándalo con eso del celibato. Mi marido tiene 20 años practicándolo». Don Algón, salaz ejecutivo, conoció en el lobby bar de cierto hotel a una atractiva dama de exuberantes curvas y undosos movimientos. Le ofreció una copa y luego, sin más, la invitó a ir con él a su habitación. Ella protestó airadamente: «¿Qué clase de mujer cree usted que soy?». Repuso calmadamente don Algón: «Es una pena que lo tome así. Le iba a ofrecer 50 mil pesos por sus servicios». Al oír eso ella se levantó al punto y dijo: «Siendo así, vamos». «Un momento -la detuvo don Algón-. Ya supe la clase de mujer que eres. Ahora vamos a regatear un poco». La palabra «merolico» es un lindo vocablo que la Academia registra como mexicanismo. En efecto, lo es. Don Francisco J. Santamaría, a quien ser político no le estorbó ser sabio, dice en su imprescindible Diccionario de Mejicanismos que ese término, usado para designar al vendedor callejero gárrulo y embaucador, proviene del nombre de un europeo apellidado Merol-Yock que llegó a México en tiempos de Maximiliano ostentándose como un gran médico capaz de curar toda suerte de enfermedades con los potingues que vendía. Bien pronto se descubrió que era un engañador, y su nombre quedó como sinónimo de charlatán. Yo siento simpatía por los merolicos, con excepción de uno. Éste anunciaba con grandilocuencia los supuestos medicamentos que vendía, y acomodaba su pregón a la persona que pasaba cerca. Si era una señora de edad decía mostrando una botella: «Para las reumas, para la ciática, para el dolor de espalda.». Si era una mujer joven: «Para aclarar el cutis, para evitar las arrugas, para quitar las manchas de la piel.». Pasé yo y dijo el desgraciado: «Para teñir las canas, para reducir el abdomen, para el agotamiento sexual causado por la edad.». ¡Canalla! Todavía le guardo rencor. A lo que voy es a narrar el cuento del merolico que vendía sus panaceas en una esquina. Mientras proclamaba sus maravillosas cualidades un muchachillo le movía una y otra vez la mesa en que las tenía. Cansado de aquello le dijo el merolico: «Estoy trabajando, muchacho; no me muevas la mesa. Cuando tu mamá está trabajando yo no voy a moverle la cama». A la prima Celia Rima, versificadora de ocasión, se le ocurrió el siguiente epigrama para comentar el hecho de que Margarita Zavala no avanza en las encuestas: «Eso tiene explicación, / y voy a decirla aquí: / ¿cómo puede avanzar si / va cargando a Calderón?». La prima da en el clavo al opinar así. En efecto, a pesar de sus incuestionables méritos la candidata no puede separarse de la sombra que sobre ella proyecta su marido. Ciertamente, como dice el refrán del pueblo, una cosa es Chana y otra su hermana. Sin embargo doña Margarita resiente en su candidatura los efectos del mal gobierno de su esposo, y sufre de continuo los cuestionamientos que se le hacen en relación con él. Independientemente de eso los hechos muestran paladinamente que la candidatura de la señora es inviable; que ninguna posibilidad tiene de ganar la Presidencia. Sin embargo le quitará votos a Ricardo Anaya, que sí puede competir con López Obrador en una elección que quizá habrá de decidirse por unos cuantos miles de votos, como sucedió cuando Felipe Calderón obtuvo apuradamente el triunfo sobre AMLO. Por eso Margarita Zavala debería escuchar las muchas voces -razonables todas, y bien intencionadas- que le piden declinar en favor de Anaya. Quizá lo haría si pensara más en México que en su proyecto. Quizá lo haría si pusiera el bien de la Nación por encima de sus sentimientos personales. FIN.
MIRADOR.
San Virila salió de su convento y fue al pueblo a pedir el pan para sus pobres. En la plaza le habló un aldeano que le dijo:
-Por Dios, hazme un milagro. Ya no aguanto a mi esposa. Es habladora, lenguaraz. Todo el día me riñe por esto y por lo otro, y en la noche refunfuña hasta en el sueño. Te pido que hagas algo para que ya no tenga yo que soportar su verborrea.
-Con gusto haré el milagro que me pides -repuso San Virila.
Hizo un ademán, y el hombre quedó sordo.
Desesperado, el infeliz le pidió por señas que le devolviera el oído. San Virila hizo otro ademán y el aldeano pudo oír otra vez. Le dijo el santo:
-Cuando pidas un milagro fíjate bien cómo lo pides.
En eso llegó la mujer del aldeano. Se había enterado de lo sucedido y llenó de maldiciones tanto a su esposo como a San Virila. Alzó éste los ojos al cielo y suplicó:
-Señor: ¿no podrías hacerme por una hora el milagro que le hice a este hombre?
¡Hasta mañana!