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De política y cosas peores


26/04/2018 – «Hace tres meses que mi marido no me hace el amor». Eso le confió doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, a su mucama Daisy. «No se apure, señito -le dijo la muchacha-. ¡Ni que lo hiciera tan bien!». Hubo un partido de futbol entre dos equipos de la selva, uno formado por los animales, por los insectos el otro. En el primer tiempo los grandes animales les metieron 5 goles a los insectos. Anotaron el elefante, el hipopótamo, el búfalo, la jirafa y el rinoceronte. La defensa de los insectos, formada por la hormiga, el mosquito y la luciérnaga, fue incapaz de contener el rudo ataque. Otros 6 goles anotaron las enormes bestias en el segundo tiempo. Aquello iba a ser una goliza. Faltaban solamente 8 minutos para que el juego terminara cuando apareció el ciempiés, y en ese lapso les metió, él solo, 12 goles a los animales, con lo que los insectos ganaron el partido. Felices, exultantes, pasearon por todo el campo en hombros al ciempiés. Le reclamaron luego: «Casi perdimos a causa de tu ausencia. ¿Por qué tardaste tanto en entrar al juego?». Explicó el ciempiés: «Me estaba poniendo los botines y las medias». Don Federico González Náñez, maestro mío inolvidable en la preparatoria del glorioso Ateneo Fuente de Saltillo, nos mostró a sus alumnos las bellezas de La Ilíada y La Odisea. Yo leí por mi cuenta los dos libros en la preciosa traducción del Padre Errandonea. Luego, estudiante de Letras Clásicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, intenté hacer mi propia traducción de algunas páginas bajo la experta guía de otro sapientísimo maestro, don Demetrio Frangos. Desde entonces, al igual que Schliemann, quedé en perpetuo arrobo ante las epopeyas homéricas. Últimamente he visto acerca de ellas cosas que me han hecho sonreír, y otras que me han provocado indignación. Vi una caricatura que me divirtió. Están dos tipos metiéndose en una botarga de trapo en forma de caballo; uno en la parte de la cabeza; el otro acomodándose en la parte posterior. Ulises le dice a Aquiles, preocupado: «Creo que si queremos tomar Troya deberemos usar otro tipo de caballo». Vi también, para mi mal, los primeros capítulos de una serie que así se llama: «Troya». Empecé a verla por mi interés en el asunto, y me sorprendí al observar que algunos de los dioses y diosas del Olimpo, y algunos de los héroes y heroínas de Grecia y la ciudad troyana, están representados por actores y actrices de color. ¡Aquiles es negro, háganme ustedes el refabrón cavor! De inmediato dejé de ver la dicha serie como protesta por ese desafuero cometido en nombre de la corrección política, que obliga a que en las películas y series aparezcan por fuerza personas de la raza negra, para que los directores, productores y guionistas no sean acusados de discriminación racial. ¡Carajo, cuántas estupideces se cometen en nombre de la corrección política!… Comentó don Chinguetas en el club: «Mi esposa Macalota y yo somos inseparables. De hecho el otro día se necesitaron cuatro policías para separarnos». El intelectual del pueblo -por fortuna había sólo uno- le dijo, retador, al padre Arsilio: «Yo nunca voy a misa. El templo está lleno de pendejos». Le respondió, manso, el sacerdote: «Que eso no te impida ir, hijo. Siempre hay lugar para uno más». Amapolina, linda muchacha campirana, iba por el camino bajo un sol de plomo. La vio don Agatocles, el dueño de la hacienda, y detuvo junto a ella su caballo. «Sube en ancas, muchacha -la invitó-. Te llevaré a tu casa». La moza vaciló. Preguntó, ruborosa, al hacendado: «Pero ¿no me hará nada?». «Claro que no -sonrió el vejancón-. Sube». Volvió a preguntar Amapolina, tímida: «Y si me hace algo ¿me dará 50 pesos?». FIN.

MIRADOR.

Un aciago destino persiguió siempre al poeta Manuel Acuña.
En la pobreza vivió sus pocos años -murió a los 24-. Estudiante de Medicina en la Ciudad de México, a veces no tenía ni para comer. Su lavandera, Chole, debía darle un taco para que el infeliz no feneciera de hambre.
Ésa fue la menor de sus desdichas. La más grande fue el imposible amor que concibió por la hermosa Rosario de la Peña, amor que finalmente lo llevó al suicidio.
El hado adverso siguió a Acuña más allá de la tumba. Al cumplirse el centenario de su nacimiento se llevó a cabo una solemne ceremonia en su ciudad natal, Saltillo. El número principal, por todos esperado, consistía en la recitación del célebre «Nocturno» por Manuel Bernal, «El declamador de América». Al señor se le olvidó el poema después de los primeros versos, y no pudo decirlo.
Ahora, a mis años, acabo de memorizar el tristísimo poema. Cuando estoy a solas lo digo en voz alta como desagravio a mi paisano. Entre sus infortunios tuvo el de ser poeta, y a los poetas les debemos todos los desagravios.
¡Hasta mañana!…

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