Armando Fuentes Aguirre
22/04/2018
En el atestado elevador Dulcibella le preguntó en voz baja a Susiflor: “Dime cómo es el hombre que está detrás de mí”. Luego de una discreta mirada le informó Susiflor: “Es joven”. “Dime si es guapo -replicó Dulcibella-. De que es joven ya me di yo cuenta”. (No le entendí). El maestro de Pepito quiso enseñarles a sus pupilos el valor de la verdad, y les contó la conocida anécdota de Jorge Washington, que siendo niño taló con su hacha el pequeño árbol que su padre había plantado. Cuando éste preguntó quién había hecho eso el niño confesó su falta. Su padre, en vez de castigarlo, alabó su conducta. Preguntó el maestro: “¿Por qué el papá de Washington no lo castigó?”. Respondió Pepito: “Porque todavía traía el hacha”. Don Chinguetas, marido coscolino, entabló conversación en la fiesta con una linda chica. Le comentó: “Mi esposa tiene una extraordinaria habilidad para imitar aves”. “¿De veras? -se interesó la muchacha-. ¿Qué aves imita?”. “Varias -contestó don Chinguetas-. Por ejemplo, en este momento me está observando con mirada de águila”. El avieso perico de la casa se metió en el corral de las gallinas y trepó en la primera que tuvo a su alcance. Viéndose así asaltada la gallina rompió en estrepitosos cacareos. A todo correr acudió el gallo, encrespado. Le dijo el loro con sonrisita idiota: “Perdone usted. Confundí a su señora con un taxi”. Decía Capronio, sujeto ruin y desconsiderado: “Mi suegra vive a tiro de piedra de mi casa. Lo sé porque todos los días le tiro una”. “Ella era casada. Yo también. Y sin embargo nos entregamos al amor en cuerpo y alma”. Así empezó aquel hombre la narración de un ardiente episodio de su vida. “Sucedió en Las Vegas -relató-. Estábamos en la Convención Anual de Agentes de Agencias, y nos topamos en el coctel de bienvenida. Una sola mirada bastó para que se encendiera en nosotros la llama del deseo. Jamás había engañado yo a mi esposa, y ella -después lo supe- le había sido siempre fiel a su marido. Pero esa noche nos amamos con toda la intensidad de la pasión carnal. Yo fui el culpable de lo que pasó, es cierto, pero ella también tuvo parte: en el curso de nuestra charla me dio como casualmente el número de su habitación en el hotel. Fui ahí a la media noche; llevé conmigo una botella de champaña y dos copas. Me recibió sin más atuendo que un vaporoso negligé que dejaba a la vista su esplendoroso cuerpo de mujer en toda su belleza y madurez. Ni siquiera bebimos el champán. De inmediato nos fuimos a la cama llevados por un impulso irresistible. Nos entregamos uno al otro sin reservas y sin inhibiciones. Aquello fue la gloria. Nuestros cuerpos se enredaron como lianas; nos exploramos mutuamente con bocas y con manos, y luego apuramos hasta el fondo el cáliz del amor. ¿Cuánto tiempo duró el éxtasis? Jamás podré decirlo. No sé si fue un instante o una eternidad. Quedamos ambos ahítos y saciados, de espaldas en el lecho, silenciosos, poseídos por el dulcísimo languor que invade a los amantes después de la perfecta plenitud. De pronto nos llegó a los dos un profundo sentimiento de culpa. Ella recordó a su esposo; evoqué yo a mi mujer. Conocimos entonces la gravedad de la acción en que incurrimos. Habíamos sido infieles a aquellos a quienes prometimos lealtad al pie del ara. Éramos perjuros. Cometimos adulterio. Llenos de remordimiento y contrición caímos de rodillas para pedir perdón por nuestra falta. Lloramos nuestro pecado arrepentidos. ¡Ah, cómo lo lloramos!”. El narrador, triste, se enjugó una lágrima y concluyó su historia: “Y en los siguientes días todo fue lo mismo: coger y llorar; coger y llorar; coger y llorar.”. FIN.
Agencias