17/04/2018 – A esta mujer le dicen «la mujer». Con ese nombre eran designadas en los pasados tiempos -tan pasados- las comadronas o parteras. Cuando a una casada le llegaba el trance de dar a luz le decía a su marido: «Trae a la mujer». ¿Por qué sabemos que esta mujer es mujer, es decir que es comadrona? Lo sabemos por la uña del dedo pulgar de su mano derecha. Larga, larguísima es esa uña. Mide más dos pulgadas. La mujer la lleva así, larga y afilada, porque la usa para cortar el cordón umbilical de los recién nacidos. Es como una navaja, como un cuchillo que su dueña lleva consigo a todas partes y que en ninguna va a olvidar. Esta noche es de tempestad, como la del último acto de «Rigoletto». Los novelistas del siglo XIX -a fines de tal siglo sucede mi relato- describían muy acabadamente aquellas tempestades. Yo no las sé narrar, pues vivo en zona de clima bonancible. Puedo describir mañanas luminosas, tardes serenas y noches de plenilunio -ésas son las que me salen mejor-, pero tempestades no. Dejo al lector, entonces, la tarea de imaginar los rayos, el fulgor fantasmal de los relámpagos, los ululatos del viento desatado y las violentas ráfagas de lluvia. Llega un hombre embozado y llama a la puerta de la casa en donde vive, sola, la mujer. Es medianoche. Asoma ella por un ventanuco que da a la calle y pregunta quién es el que la busca. No está asustada, no: sus servicios son requeridos casi siempre en horas nocturnas y de la madrugada. El hombre no le dice quién es, ni se descubre el rostro. Con perentorio ademán le ordena que abra. Presurosa se viste la mujer y se echa encima un chal. Sale, y entonces sí se asusta, porque el hombre la toma con violencia por los hombros y le venda los ojos con un pañuelo grande. Luego la lleva por las calles, arrastrándola casi, sin que ella pueda adivinar por dónde va. Han llegado a una casa. Entran. Ya sin la venda la mujer advierte que se trata de una casa de gente acomodada. Lo sabe por la riqueza de los muebles y el lujo de las cortinas y tapices. En una cama grande yace una joven que pronto dará a luz. Le han cubierto la cara a fin de que la partera no pueda verla. El hombre viejo que está a su lado tiene también oculto el rostro. La comadrona cumple su oficio. Entre los gritos de dolor de la muchacha nace su hijo. Sucede entonces algo horrible. Apenas nace el niño aquel hombre lo toma en sus manos y lo ahoga. La partera está muda de espanto. «Tíralo al arroyo» -le ordena el viejo al criado. La joven madre ha quedado sin sentido. El anciano abre un baúl y saca una bolsa con monedas que entrega a la mujer. Sin hablar se lleva un dedo a los labios en muda señal para indicarle que debe guardar el secreto de lo que ahí ha visto. La comadrona toma la bolsa. Al hacerlo se da cuenta de que tiene las manos húmedas en sangre. Regresa el criado. Le pone otra vez la venda a la mujer y la guía para salir de la mansión. Ella se pregunta de quién es esa casa. ¿Qué muchacha es la que dio a luz, y quién es el padre que así quiere ocultar la deshonra de su hija, seguramente burlada por un galán perjuro? En la mente de la mujer nace una idea. Al salir de la casa finge en la oscuridad que ha tropezado, y se apoya en la puerta. Luego sigue obediente la conducción del criado. De regreso en su casa espera la luz del alba, y sale otra vez. Va por las calles de la población, que duerme todavía. Busca, busca en todas las puertas. Por fin ve en una casa la marca de sangre que dejó su mano. Esa casa es la de don… Tú, lector o lectora que imaginaste la tempestad de aquella noche, imagina también de quién era esa casa, y ponle a esta historia el final que quieras. Yo le pongo. FIN.
MIRADOR.
Cebolla del cebollar,
dime: cuando Dios te hizo
¿tenía ganas de llorar?
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Lechuga.
Fresca como tú, y bañada,
quisieras ser del jardín,
pero estás en la ensalada.
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Papa.
Vegetal paloma,
por doquier asoma
(sobre todo en Roma).
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Betabel.
La rosa más roja, poeta,
no es tan roja como él.
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¡Hasta mañana!…