De política y cosas peores

Armando Fuentes

07/04/2018

Leo con mucha precaución el Génesis, primer libro de la Biblia. Está lleno de malos ejemplos. Nos presenta la imagen de un dios cruel y vengativo, diestro en inventar castigos espantosos para sus criaturas, feroz deidad a la que se debe aplacar con sangrientos sacrificios, incluso el del propio hijo. Libros muy bellos tiene el Antiguo Testamento -los Salmos, el Eclesiastés, el Cantar de los Cantares-, pero este del Génesis parece escrito por un Stephen King de los primeros tiempos. Algunos de sus personajes me inspiran compasión. Entre ellos está Onán, el hombre más calumniado de todos los tiempos. Se le ha dado fama de masturbador. Su nombre ha sido infamado en palabras como onanismo y onanista, siendo que lo único que el pobre hacía era salirse de la mujer a quien no quería preñar, y verter fuera de ella su semilla.. Digo todo esto como exordio para narrar la historia de Onanito, muchacho adolescente que -cosa muy natural a su edad- solía practicar el ejercicio llamado “placer solitario”, también muy difamado por moralistas y predicadores. La madre se enteró de lo que hacía su hijo, y con infundada alarma lo llevó ante un severo confesor, el padre Vonarola, que no tenía más luces que las que entraban por la ventana de su oficina. El dicho cura hizo sentar frente a él al asustado muchachillo, y al tiempo que bebía su taza de chocolate con piononos, sabrosos pastelillos, le informó que el llamado vicio solitario -tangere propria genitalia cum delectatione venerea- era nefando, vitando, abominable y detestable. Le advirtió que si persistía en él se quedaría ciego y, peor aún, le saldrían pelos en la palma de la mano, excrecencia pilosa que denunciaría su feo hábito al mundo. Onanito dijo para sí que le seguiría hasta necesitar anteojos, y que para evitar la tal denuncia usaría un depilatorio. De cualquier modo puso cara de compunción a fin de despistar al dómine. En eso entró el sacristán a avisarle al sacerdote que tenía una visita importante. Salió el prelado, y en su ausencia Onanito sintió una grave tentación. No fue la que por el curso del relato podría suponerse, no: al muchachillo le vino en gana probar uno de los piononos que estaba disfrutando su inquisidor. Tan rico le pareció el bizcocho que se comió otro, y otros más, de manera que cuando el padre Vonarola regresó a su oficina encontró la bandeja completamente vacía. “¡Ira de Dios! -clamó hecho una furia-. ¡Te comiste mis piononos, desgraciado!”. “Perdone usted, padre -se disculpó Onanito-. Caí en la tentación de comérmelos”. Rebufó el cura, iracundo: “¿Y por qué mejor no caíste en la tentación de tu vicio solitario, cabronsísimo?”. Dos aciertos tuvo en mi opinión el Presidente Peña en su último mensaje. El primero fue dirigirse a Trump, y hacerlo con energía y determinación, sin rodeos ni circunloquios. El segundo fue aludir a las posturas de los cuatro aspirantes a sucederlo. Ese gesto de alta política, y aun de señorío, dio idea de unidad nacional frente a las embestidas del lenguaraz magnate norteamericano. México no es una república bananera a la que se puede ofender y tratar con menosprecio. Es uno de los principales socios comerciales de Estados Unidos, y a los agravios de Trump nuestro país puede responder en modo que afectaría los intereses de la nación vecina, independientemente de los efectos que esa respuesta nos traería. Alguien debe aconsejar al mandatario yanqui, entre hamburguesa y hamburguesa, que modere sus actitudes y palabras en relación con México y los mexicanos. Si a los ojos del mundo ya aparece como un loco, no aparezca además como un loco violento. FIN.

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