De política y cosas peores

Armando Fuentes

07/04/2018

Don Conciso sufría de eyaculación prematura, afección que en japonés se llama komokeyá. Más bien la que sufría el problema era su esposa, doña Desilusa, quien con envidia escuchaba a sus amigas hablar de los prolongados deliquios que gozaban, en tanto que su marido duraba en ellos a lo mucho 10 segundos flat. Inútilmente le recomendó que en el curso del acto, para retardar su terminación lo más posible, pensara en cosas como el conflicto en Medio Oriente, la situación volátil de los mercados financieros o las estupideces de Trump. Empeño vano: don Conciso seguía llegando a la meta cuando ella apenas se estaba disponiendo para la ocasión. Cierto día la señora leyó en la prensa que esa tarde, a las 18 horas, iba a haber una conferencia con el título «Eyaculación prematura». Le dijo a su marido: «No dejes de ir. Y apresúrate a llegar, como haces siempre». Esa noche doña Desilusa le preguntó a su esposo: «¿Fuiste a la conferencia sobre eyaculación prematura?». «Sí -respondió él-. Pero llegué a las 18 horas con un minuto y ya había terminado». Nuncita vivió en Saltillo, mi ciudad natal, a principios del pasado siglo. Se llamaba Anunciación -de ahí lo de Nuncita-, y dejó memoria de sí porque todos los varones vecinos suyos, y algunos no tan vecinos, la vieron alguna vez en ropa íntima. Y es que Nuncita no tenía padre ni hermanos, y su mamá era ya anciana, de modo que no había quien le apretara las cintas del corsé, prenda interior que entonces era de uso obligatorio para las mujeres que querían lucir cintura de avispa a fin de destacar las redondeces del busto y la cadera. Así, Nuncita se veía obligada a pedirle a un vecino, o al primer hombre que pasaba, que le hiciera el favor de ajustarle aquel cordaje. Eso permitía al varón en turno contemplar a su sabor lo que ninguna mujer mostraba a un extraño: sus vestiduras interiores -corpiño, enaguas y demás-, la desnudez de los ebúrneos hombros, y lo que en inglés se llama cleavage y que en español no sé si tenga nombre, o sea la incitante línea que separa los senos femeninos. La historia de Nuncita me da motivo para hablar de los debates políticos que vienen. Son muy importantes: en ellos los candidatos dirán lo que ya sabemos. Eso se debe al acartonado formato a que han de sujetarse los encuentros entre los aspirantes a la Presidencia, rígido corsé impuesto por la autoridad electoral que impide que los debates sean eso, verdaderos debates, en vez de ser lo que generalmente son: tediosa sucesión de monólogos; irrelevantes ejercicios en los cuales a veces lucen más los presentadores que los presentados. Rara es la ocasión en que una figura como Diego Fernández de Cevallos, maestro en la polémica, le pone interés, y aun intensidad, a lo que casi siempre es inane y gris palabrería. Afloje el INE ese corsé de modo que los moderadores realmente tengan algo qué moderar. De otra manera vamos otra vez hacia el aburrimiento. El padre Pebeto carecía de la santa virtud de la humildad. En vez de recomendar a los fieles que rezaran el Yo pecador les decía: «Recen el Tú pecador». Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, llegó con sus amigos, y uno de ellos comentó que a Daifalisa, esposa de uno de los contertulios, ausente en esa ocasión, le había caído encima aquella tarde el candil de la recámara, que se desprendió del techo causándole laceraciones de consideración en la región del bajo vientre. Comentó Pitongo: «La cosa pudo haber estado peor». «¿Por qué?» -se extrañaron los otros. Manifestó Afrodisio: «Si eso hubiera sucedido ayer el candil me habría caído a mí en la cabeza». FIN.

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