15/03/2018 – Un autobús lleno de políticos cayó en una profunda zanja en un lugar remoto. Cuando al día siguiente llegaron los patrulleros y ambulantes se encontraron con que un granjero había tapado la zanja con su tractor, de modo que los accidentados quedaron bajo un gran montón de tierra. Un oficial le preguntó azorado: «¿Por qué los sepultó usted? ¿Acaso perdieron la vida?». «No -replicó el hombre-. Todos decían que estaban vivos, pero ya sabe usted cómo son de mentirosos los políticos». Pues bien: el sonido y la furia que hemos visto en las precampañas y las intercampañas los veremos, multiplicados hasta el infinito, en las campañas. Debemos resignarnos a que en los próximos meses caiga sobre nosotros una catarata de propaganda comparada con la cual las del Niágara serán el chorrito al que cantó Cri Cri. Costosa es nuestra democracia, y latosa, pero sobre todo es muy ruidosa. Oiremos también fuego cruzado de denuestos, dicterios y descalificaciones. Unos a otros los candidatos se acusarán hasta de haberle robado la aureola al Padre Eterno. Tendremos que asistir velis nolis, esto es a querer o no, a ese espectáculo que no terminará con la jornada electoral de julio, sino que se prolongará en impugnaciones de todo orden y desorden. Resignémonos, y pidamos a todas las potencias celestiales que este tiempo de furia y de sonido pase pronto. Así sea. Don Jolilo estaba en el lecho de su última agonía. A su lado estaba Borquia, su mujer. El infeliz reunió sus últimas fuerzas y le dijo: «Ahora que estoy por entregar el alma a quien me la dio quiero confesarte algo». «Calla -le impuso ella silencio-. Piensa que pronto estarás en la presencia del Señor. Por mi parte yo pensaré en el seguro de vida». «Déjame hablar -insistió él-. No quiero irme de este mundo con el peso de esa culpa que me agobia. Quiero que conozcas mi falta y la perdones. Sólo así moriré en paz». «Está bien -accedió la esposa-. Dime» Con voz apenas audible declaró Jolilo: «Quiero que sepas que te engañé con Tetonina, tu mejor amiga». «Ya lo sabía -replicó Borquia-. ¿Por qué crees que te envenené?». Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, conoció en una fiesta a Dulciflor, muchacha en flor de edad. Le ofreció un cigarro. «No, gracias -rechazó ella-. Mi religión me prohíbe fumar». En seguida Pitongo le invitó una copa. «No, gracias -volvió a declinar Dulciflor-. Mi religión me prohíbe beber alcohol». Inquirió Pitongo: «¿Te parece si bailamos un poco?». «¡Oh no! -se asustó la muchacha-. Mi religión no me permite bailar». Irritado por las constantes negativas de la chica Afrodisio le dijo, burlón: «Supongo entonces que no tiene caso pedirte que salgamos de aquí y vayamos a follar». Ante la estupefacción del salaz tipo respondió la chica. «Eso sí». Acabado el trance erótico, que se consumó en el Motel Kamagua, Afrodisio le preguntó a Dulciflor: «No aceptaste un cigarro ni una copa, y te negaste a bailar. Sin embargo viniste conmigo aquí. ¿Por qué?». Explicó la muchacha: «Porque los ministros de mi religión me han dicho que para divertirme no necesito fumar, beber ni bailar». Leovigildo, novio de Flordelisia, fue a pedir la mano de la chica. El severo genitor de la muchacha le preguntó: «¿Cuánto gana usted, joven?». Respondió él: «6 mil pesos al mes». «¿6 mil pesos? -se burló el padre-. Con ese dinero no le alcanza a usted ni para el papel sanitario de mi hija». Salió el galancete con el rabo entre las piernas. Al salir se cruzó con Flordelisia, que esperaba con ansiedad el resultado de la entrevista. Le lanzó a la muchacha una mirada rencorosa y le dijo: «¡Cagona!».FIN.
MIRADOR.
En la cabaña del bosque he encendido una vela. Su tenue resplandor disipa la oscuridad y me permite ver la forma de las cosas.
Estoy solo, pero no estoy solo. Me acompaña el recuerdo de quienes estuvieron aquí antes que yo: mi padre; sus hermanos, sus amigos. Me acompaña el silencio, perfecta compañía que no rompe el hilo de mis pensamientos. Me acompaña la soledad, amiga buena cuando necesitas tener un diálogo contigo mismo.
La llama de la vela, sin palabras, me da una lección. Calladamente cumple su misión de iluminar. No pide nada a cambio. No se jacta de su obra. Es humilde como aquéllos que sirven de verdad. No hace ruido. No espera alabanzas ni reconocimiento. Sencillamente da su luz hasta el final.
Vendrá el día, se disiparán las tinieblas de la noche y la pequeña vela se habrá agotado ya. Pero cumplió su misión. Ahora brilla el sol. Pero ella también brindó su luz. Al hacerlo me dio ejemplo de servicio a los demás. En su pequeñez está su grandeza.
¡Hasta mañana!…