Armando Fuentes
07/03/18
Don Cornato llevó a varios amigos a que conocieran su nueva casa. Su mujer, nerviosa, se oponía a que pasaran. La casa, les dijo, estaba todavía en desorden. Pero don Cornato insistió, y guió a sus invitados: «Éste es mi estudio. Éste es mi salón de juegos. Ésta es mi cantina… Subamos ahora al segundo piso. Ésta es mi recámara. Ésta es mi cama. Éste es mi clóset. Y éste es mi compadre Pitongo»… El tímido galán fue a pedir la mano de su novia al rudo y mal encarado papá de la muchacha. «Don Fosco -le dijo vacilante- vengo a a pedirle la mano de Susiflor». «¡La mano! -se burló el avinagrado genitor-. Ya sabía yo que eres de los que se conforman con muy poco»… Hermosas ballenas del mundo. La de Jonás, que con sobra de razón se tragó al profeta, engorroso como todos los profetas que en este mundo han sido. Moby Dick, la ballena blanca que fue razón de la vida y causa de la muerte del capitán Ahab. La otra famosa ballena, aquella de Jack, el de la vieja canción de marineros. Se Jack metió en el vientre del cetáceo que lo perseguía, y tomándolo por la cola desde adentro lo volteó al revés como si fuera un calcetín. Ballenas buscadas en los siete mares por los hombres de New Bedford, portugueses maldicientes y heroicos que debían escoger entre una ballena muerta o un bote hundido. Ballenas de aquella grabación que años ha me mandó The National Geographic, cantoras de tonadas de amor y de tristeza, seguramente los cantos de las sirenas que oyeron los nautas de Ulises y que Ulises no escuchó. Ballenas inocentes asesinadas a fin de sacarles el aceite para unturas de maquillaje y farmacopea, y los huesos, la sangre y la carne para alimento de animales. Ballenas acosadas hasta el último rincón de los océanos por barcos japoneses, y rusos, y noruegos, y norteamericanos; navíos como de guerra, con cañones de bombas explosivas que estallan dentro del cuerpo del gran pez y luego lo llenan de aire para que flote como grotesco globo. Van desapareciendo las ballenas que quedan en el mundo. Los hombres de mañana escucharán hablar del gran habitante del océano y sentirán rabia por los hombres de hoy, que no supimos preservar tanta belleza, tanta grandeza, tanta majestad… Don Geroncio, maduro caballero, iba por la calle cuando en la esquina lo detuvo una muchacha muy pintada. Le preguntó la musa nocturnal: «¿Te gustaría pasar un rato conmigo, guapo?». «Lo siento -contestó don Geroncio-. Es algo tarde». «No es tarde -replicó ella-. Son apenas las 9 de la noche». «No, linda -aclaró el señor con gran tristeza-. Son 20 años tarde»… Una investigadora extranjera hacía un recorrido por una zona rural de México. Cierto día, acompañada por un joven ranchero, descansaba a la orilla de un camino cuando una culebrilla se acercó a donde estaba sentada. Se asustó tanto que levantó las piernas, y al hacerlo dejó al descubierto todo lo que no se debe descubrir a la mirada de un extraño. Pasado el susto la mujer le dijo al ranchero para disimular su turbación: «¿Vio usted mi agilidad, Bucolio?». «La vi, señora Bloomersless» -respondió el campesino todavía con los ojos muy abiertos-. Claro que la vi». Por la noche, ya en el rancho, Bucolio les dijo a sus amigos: «¿Saben qué? A aquella parte las extranjeras la llaman la agilidad «… Una madre de familia llegó angustiada a la consulta del doctor Ken Hosanna. Llevaba en brazos a un bebé. «¡Doctor! -clamó con desesperación-. ¡Mi hijo se tragó una bala de pistola!». «No se asuste, señora -la tranquilizó el facultativo-. Le administraré a la criatura un laxativo poderoso y la arrojará. Pero entretanto hágame el favor de voltear el culito del niño hacia la pared». FIN.Don Cornato llevó a varios amigos a que conocieran su nueva casa. Su mujer, nerviosa, se oponía a que pasaran. La casa, les dijo, estaba todavía en desorden. Pero don Cornato insistió, y guió a sus invitados: «Éste es mi estudio. Éste es mi salón de juegos. Ésta es mi cantina… Subamos ahora al segundo piso. Ésta es mi recámara. Ésta es mi cama. Éste es mi clóset. Y éste es mi compadre Pitongo»… El tímido galán fue a pedir la mano de su novia al rudo y mal encarado papá de la muchacha. «Don Fosco -le dijo vacilante- vengo a a pedirle la mano de Susiflor». «¡La mano! -se burló el avinagrado genitor-. Ya sabía yo que eres de los que se conforman con muy poco»… Hermosas ballenas del mundo. La de Jonás, que con sobra de razón se tragó al profeta, engorroso como todos los profetas que en este mundo han sido. Moby Dick, la ballena blanca que fue razón de la vida y causa de la muerte del capitán Ahab. La otra famosa ballena, aquella de Jack, el de la vieja canción de marineros. Se Jack metió en el vientre del cetáceo que lo perseguía, y tomándolo por la cola desde adentro lo volteó al revés como si fuera un calcetín. Ballenas buscadas en los siete mares por los hombres de New Bedford, portugueses maldicientes y heroicos que debían escoger entre una ballena muerta o un bote hundido. Ballenas de aquella grabación que años ha me mandó The National Geographic, cantoras de tonadas de amor y de tristeza, seguramente los cantos de las sirenas que oyeron los nautas de Ulises y que Ulises no escuchó. Ballenas inocentes asesinadas a fin de sacarles el aceite para unturas de maquillaje y farmacopea, y los huesos, la sangre y la carne para alimento de animales. Ballenas acosadas hasta el último rincón de los océanos por barcos japoneses, y rusos, y noruegos, y norteamericanos; navíos como de guerra, con cañones de bombas explosivas que estallan dentro del cuerpo del gran pez y luego lo llenan de aire para que flote como grotesco globo. Van desapareciendo las ballenas que quedan en el mundo. Los hombres de mañana escucharán hablar del gran habitante del océano y sentirán rabia por los hombres de hoy, que no supimos preservar tanta belleza, tanta grandeza, tanta majestad… Don Geroncio, maduro caballero, iba por la calle cuando en la esquina lo detuvo una muchacha muy pintada. Le preguntó la musa nocturnal: «¿Te gustaría pasar un rato conmigo, guapo?». «Lo siento -contestó don Geroncio-. Es algo tarde». «No es tarde -replicó ella-. Son apenas las 9 de la noche». «No, linda -aclaró el señor con gran tristeza-. Son 20 años tarde»… Una investigadora extranjera hacía un recorrido por una zona rural de México. Cierto día, acompañada por un joven ranchero, descansaba a la orilla de un camino cuando una culebrilla se acercó a donde estaba sentada. Se asustó tanto que levantó las piernas, y al hacerlo dejó al descubierto todo lo que no se debe descubrir a la mirada de un extraño. Pasado el susto la mujer le dijo al ranchero para disimular su turbación: «¿Vio usted mi agilidad, Bucolio?». «La vi, señora Bloomersless» -respondió el campesino todavía con los ojos muy abiertos-. Claro que la vi». Por la noche, ya en el rancho, Bucolio les dijo a sus amigos: «¿Saben qué? A aquella parte las extranjeras la llaman la agilidad «… Una madre de familia llegó angustiada a la consulta del doctor Ken Hosanna. Llevaba en brazos a un bebé. «¡Doctor! -clamó con desesperación-. ¡Mi hijo se tragó una bala de pistola!». «No se asuste, señora -la tranquilizó el facultativo-. Le administraré a la criatura un laxativo poderoso y la arrojará. Pero entretanto hágame el favor de voltear el culito del niño hacia la pared». FIN. MIRADOR. Por Armando FUENTES AGUIRRE. Había una vez un matamoscas que tenía tan buen corazón que era incapaz de matar una mosca. Los demás matamoscas, claro, se amoscaban. Ellos estaban siempre alerta, por si las moscas, aunque donde se hallaban no se oía ni el vuelo de una mosca. El matamoscas de buen corazón, en cambio, no mataba una mosca. -Se la pasa papando moscas -decían de él los otros-. Es un mosquita muerta. -Yo no nací para matar moscas -decía el matamoscas-. Pero la verdad es que sí había nacido para matar moscas. Esa era su razón de ser. Y se angustiaba: -¿Qué no se puede ser matamoscas sin tener por fuerza que matar moscas? No, no se podía. Había que matar moscas. Para eso se era matamoscas. Así que un día se decidió y mató un par de moscas. Y luego otras tres más. Y después otras. Lloraba en secreto el matamoscas cada vez que mataba una mosca. Los otros lo veían, satisfecho, y decían ya con tranquilidad: -Es un buen matamoscas. Y él se sentía muy malo. ¡Hasta mañana!…