Nuestros Columnistas Nacionales
De política y cosas peores
Armando Fuentes
20/02/18
Plaza de almas.
Una de las muy pocas cosas que he aprendido a lo largo de mi larga vida, Armando, es que las mujeres tienen un pudor que los hombres no tenemos. No estoy hablando de pudor del cuerpo, entiéndeme. En ese campo la mujer que va al amor suele ser deliciosamente impúdica. Hablo de una especie de pudor del alma. Te pondré un ejemplo. A los 20 años tuve una noviecita que apenas llegaría a los 17. Le pedía yo que me hiciera las caricias más atrevidas, de manos y de boca, y me decía: «Está bien, pero cierra los ojos». Y ella cerraba también los suyos, para no verse a sí misma haciendo eso. Me recordaba a la esposa del «Cornudo, apaleado y contento», una chispeante obrita de Casona. Al ir a desnudarse por primera vez ante el amante con el que pondrá la mitra a su marido le dice: «Apaga la vela». «¿Por qué?» -pregunta el galán. Y ella responde: «El pudor, querido; el pudor». No sé, sobrino, si te he hablado de doña Mati. Llegó al barrio cuando yo era niño, y con su hija ocupó la casa que había sido de don Hernando Luengas. Nunca se supo de dónde había venido. Ella daba una versión acerca de su lugar de procedencia; luego se le olvidaba y contaba otra distinta. «Vivíamos en San Antonio, Texas». Y semanas después: «A la muerte de mi marido nos vinimos de Querétaro». Y así. Doña Mati -Matilde se llamaba- era muy gorda, con perdón sea dicho. Cuando se sentaba en su sillón el mueble exhalaba crujidos lamentosos. Su hija, Teresita, tenía edad indefinida. Su mamá la vestía con vestidos pasados de moda, llenos de holanes y listones. Siempre llevaba un moño tan grande como su cabeza. Hablaba con mohines de niña mimada, y se hacía del rogar cuando en la tertulia a la que invitaba su mamá los jueves por la tarde la concurrencia le rogaba que tocara el piano. «Anda, Teresiña -la exhortaba su robusta madre-. No seas ranchera». Entonces ella interpretaba con todo gusto para ustedes la Serenata de Schubert, al parecer la única pieza que sabía. Sobre el piano estaba la fotografía del difunto esposo de doña Mati, un señor de muy buena presencia, elegante, que llevaba un clavel en la solapa. Un domingo fui con mi mamá al cine, y apareció de pronto en la pantalla un señor de muy buena presencia, elegante, que llevaba un clavel en la solapa. «¡Mira, mamá! -exclamé-. ¡El esposo de doña Mati!». Ella me advirtió: «A nadie se lo vayas a decir». Tiempo después supe que el hombre que doña Mati presentaba como su esposo era en verdad el actor cinematográfico Adolphe Menjou, y que ella era madre soltera, lo cual en aquellos años se veía muy mal tanto en Querétaro como en San Antonio, Texas. ¿Por qué esa triste invención de doña Mati? El pudor, sobrino; el pudor. ¿Por qué aquella muchachita me pedía que cerrara los ojos para que no la viera cuando me acariciaba con tempranera audacia? El pudor, Armando, el pudor. Cuando te cuento estas cosas parece que soy hombre de experiencia, y sin embargo no he aprendido nada. Mira: hace unos días invité a comer a una amiga de mi misma edad con la que antaño tuve amores. Le insinué que luego iríamos «a un lugar más íntimo». Me contestó: «Lo de la comida te lo acepto; lo del lugar más íntimo no». Tuve el mal gusto de preguntarle por qué. Me dijo: «El cuerpo que conociste entonces ya no es el mismo cuerpo». También eso es pudor, Armando, aunque a ti te parezca vanidad. Ya ves: no he aprendido nada. No sé si en el trato con la mujer deba uno abrir los ojos o cerrarlos. Yo, te confieso, he ido siempre al amor con los ojos cerrados. Solamente los he abierto para ver la belleza. Después los he cerrado otra vez, como en el sueño. ¡Y vieras qué cosas tan bonitas he soñado!… FIN.
MIRADOR.
Me habría gustado conocer a John Mills, actor de cine.
Ganó un Óscar, y al agradecerlo recibió uno de los aplausos más largos y sentidos que se han tributado en la historia de ese premio.
En la ceremonia de entrega de los Óscares ha habido toda clase de discursos. Los nominados declaran siempre que de seguro no recibirán el premio, pero secretamente todos preparan su discurso de aceptación.
John Mills pensó el suyo cuidadosamente.
Ganó en 1971 el Óscar al mejor actor de reparto por su actuación en la película «La hija de Ryan». Tomó en sus manos la estatuilla y fue hacia el micrófono. Ahí sonrió e hizo una inclinación de cabeza. Luego se retiró. Tras una pausa de desconcierto el público rompió en una ovación. Había entendido: el personaje por el cual Mills recibió su premio era mudo.
Me habría gustado conocer a John Mills. Sabía que muchas veces la palabra mejor es el silencio.
¡Hasta mañana!…