Nuestros Columnistas Nacionales
De política y cosas peores
Armando Fuentes
10/02/18
«¡Pispolota! ¡Yira! ¡Grosca! ¡Perendeca! ¡Furcia! ¡Magancesa! ¡Tamagás!». Todos esos voquibles, usados para denostar a la mala mujer, profirió hecho una furia don Astasio cuando halló a la suya entrepernada con un desconocido. «Ay, Astasio -replicó ella con tono de reproche-. Tú roncas; comes galletas en la cama y la dejas llena de migajas; lees hasta muy tarde con la luz prendida. ¿Y acaso yo te digo algo?». La señora Di Posa era muy robusta. Fue a comprarse un vestido, y le pidió a la vendedora que le indicara dónde estaba el vestidor para probarse la prenda. A su regreso la empleada preguntó: «¿Le quedó el vestido?». «Quién sabe -contestó, mohína, la señora Di Posa-. No me quedó el vestidor». Doña Frigidia, ya se sabe, es la esposa más fría del planeta. Una mañana, sin ninguna intención, don Frustracio, su marido, comentó: «Esta noche habrá luna llena». La gélida consorte se apresuró a advertirle: «Desde ahora te digo que me dolerá la cabeza». El problema con los políticos es que se olvidan de que son ciudadanos, y a todas horas son políticos. Desayunan, comen y cenan política; cuando hacen el amor, para excitarse, piensan en una diputación o una senaduría. Además imponen su pasión a quienes con ellos viven. Un cierto candidato pueblerino tenía la certeza de que ese día sería electo alcalde. Le dijo a su mujer: «Esta noche dormirás con el presidente municipal». Inquirió ella: «¿Vendrá él a la casa o tendré que ir yo a la suya?». Para los políticos la política es la vida. El problema es que para los ciudadanos no lo es. Y tanta política nos tiene ya hartos. Nos preguntamos por qué a más de campañas tiene que haber igualmente precampañas, y nos inquieta el pensamiento de que el día de mañana a los políticos se les ocurra tener también pre-pre-campañas, pre-pre-pre campañas y pre-pre-pre-pre campañas. Lo políticamente correcto es que nos interese la política. Yo tengo, sin embargo, la penosa impresión de que mientras más política y más políticos tiene un país, ese país es más subdesarrollado. Debe haber políticos, sí, pues hay quienes sienten la vocación del poder en la misma forma que otros hombres y mujeres sienten el llamado de la belleza, la justicia o la santidad. Pero nosotros tenemos demasiados políticos. El número de partidos nacionales y locales que hay en México rebasa las lindes de lo absurdo, cada uno un pozo sin fondo por el que se van los ríos de nuestro dinero no al mar, sino a las cuentas de una infinita burocracia política y electoral. Menos politiquería necesitamos, y más administración. Las precampañas deben suprimirse, y acortarse la duración de las campañas. Y ha de ponerse límites también a la irritante propaganda gobiernista y de los partidos, a los millones de spots -no es exageración- con que se nos atosiga. En eso seguramente los mexicanos tenemos el primer lugar. En todo lo bueno -consecuencia de lo mismo- ocupamos el último. Don Geroncio, añoso caballero, cortejaba discretamente a Himenia Camafría, madura señorita soltera. Cuando la visitaba llevaba consigo su mandolina, y acompañándose con ella le cantaba canciones de mucho sentimiento como «Los arrayanes», «Corazones sin rumbo» y «Altiva samaritana». Ella las oía reclinada en un diván, y entornaba los ojos a la manera de Pola Negri en «Paraíso prohibido», con Rod La Rocque (1928). Una noche, bajo el influjo de tres copitas de rosoli que se había tomado, invitó a don Geroncio a recostarse junto a ella. «Querida amiga -le dijo con hidalguía el huésped-, no quiero aprovecharme de usted». Replicó la señorita Himenia al tiempo que le hacía sitio a su lado: «En cambio yo no quiero que me desaproveche». Y el resto de este romance lo sabe Dios. FIN.»¡Pispolota! ¡Yira! ¡Grosca! ¡Perendeca! ¡Furcia! ¡Magancesa! ¡Tamagás!». Todos esos voquibles, usados para denostar a la mala mujer, profirió hecho una furia don Astasio cuando halló a la suya entrepernada con un desconocido. «Ay, Astasio -replicó ella con tono de reproche-. Tú roncas; comes galletas en la cama y la dejas llena de migajas; lees hasta muy tarde con la luz prendida. ¿Y acaso yo te digo algo?». La señora Di Posa era muy robusta. Fue a comprarse un vestido, y le pidió a la vendedora que le indicara dónde estaba el vestidor para probarse la prenda. A su regreso la empleada preguntó: «¿Le quedó el vestido?». «Quién sabe -contestó, mohína, la señora Di Posa-. No me quedó el vestidor». Doña Frigidia, ya se sabe, es la esposa más fría del planeta. Una mañana, sin ninguna intención, don Frustracio, su marido, comentó: «Esta noche habrá luna llena». La gélida consorte se apresuró a advertirle: «Desde ahora te digo que me dolerá la cabeza». El problema con los políticos es que se olvidan de que son ciudadanos, y a todas horas son políticos. Desayunan, comen y cenan política; cuando hacen el amor, para excitarse, piensan en una diputación o una senaduría. Además imponen su pasión a quienes con ellos viven. Un cierto candidato pueblerino tenía la certeza de que ese día sería electo alcalde. Le dijo a su mujer: «Esta noche dormirás con el presidente municipal». Inquirió ella: «¿Vendrá él a la casa o tendré que ir yo a la suya?». Para los políticos la política es la vida. El problema es que para los ciudadanos no lo es. Y tanta política nos tiene ya hartos. Nos preguntamos por qué a más de campañas tiene que haber igualmente precampañas, y nos inquieta el pensamiento de que el día de mañana a los políticos se les ocurra tener también pre-pre-campañas, pre-pre-pre campañas y pre-pre-pre-pre campañas. Lo políticamente correcto es que nos interese la política. Yo tengo, sin embargo, la penosa impresión de que mientras más política y más políticos tiene un país, ese país es más subdesarrollado. Debe haber políticos, sí, pues hay quienes sienten la vocación del poder en la misma forma que otros hombres y mujeres sienten el llamado de la belleza, la justicia o la santidad. Pero nosotros tenemos demasiados políticos. El número de partidos nacionales y locales que hay en México rebasa las lindes de lo absurdo, cada uno un pozo sin fondo por el que se van los ríos de nuestro dinero no al mar, sino a las cuentas de una infinita burocracia política y electoral. Menos politiquería necesitamos, y más administración. Las precampañas deben suprimirse, y acortarse la duración de las campañas. Y ha de ponerse límites también a la irritante propaganda gobiernista y de los partidos, a los millones de spots -no es exageración- con que se nos atosiga. En eso seguramente los mexicanos tenemos el primer lugar. En todo lo bueno -consecuencia de lo mismo- ocupamos el último. Don Geroncio, añoso caballero, cortejaba discretamente a Himenia Camafría, madura señorita soltera. Cuando la visitaba llevaba consigo su mandolina, y acompañándose con ella le cantaba canciones de mucho sentimiento como «Los arrayanes», «Corazones sin rumbo» y «Altiva samaritana». Ella las oía reclinada en un diván, y entornaba los ojos a la manera de Pola Negri en «Paraíso prohibido», con Rod La Rocque (1928). Una noche, bajo el influjo de tres copitas de rosoli que se había tomado, invitó a don Geroncio a recostarse junto a ella. «Querida amiga -le dijo con hidalguía el huésped-, no quiero aprovecharme de usted». Replicó la señorita Himenia al tiempo que le hacía sitio a su lado: «En cambio yo no quiero que me desaproveche». Y el resto de este romance lo sabe Dios. FIN. MIRADOR. Por Armando FUENTES AGUIRRE. Variaciones opus 33 sobre el tema de Don Juan. El aprendiz de seductor visitaba con frecuencia al sevillano. Le decía: -Vengo a aprender de vos los secretos del amor y los misterios que guarda la mujer. -Vienes en vano -respondía Don Juan-. El que más sabe del amor sabe muy poco, y el que sabe más de la mujer no sabe nada. Un día el mancebo le contó: -Ayer besé a la mujer que amo. Leía ella en el jardín y se quedó dormida, la cabeza reclinada en el respaldo de la silla. Llegué y le di un beso en los labios sin que me sintiera. Le dijo Don Juan: -Entonces eso no fue un beso. Un beso, para serlo plenamente, ha de darse y recibirse. Tú lo diste, pero ella no lo dio. La besaste, pero ella no te besó a ti. No cuentes, pues, lo que hiciste, pues lo que hiciste no cuenta. Fue así como el aprendiz de seductor supo que el beso que había dado no fue ni siquiera la mitad de un beso. ¡Hasta mañana!…