Armando Fuentes
30/04/15
Aquel circo presentaba un acto al mismo tiempo erótico y escalofriante. La bella domadora se encerraba en una jaula con un león africano, se desnudaba por completo y luego se exponía, inerme, a las terribles fauces de la fiera. El león, dominado por el valor y hermosura de la joven, le lamía con mansedumbre el cuerpo. Dijo en el micrófono el director de pista: «Si hay alguien que se atreva a hacer esto, pase al frente». Se adelantó un sujeto. El director le preguntó: «¿Está usted dispuesto a hacer lo mismo?». «Sí -respondió el tipo-. Pero primero saquen al león». Don Ulero era el sheriff de un pueblo del Salvaje Oeste. Su cualidad mayor era la prudencia, virtud cardinal que a veces ejercía demasiadamente, según opinión de los vecinos. Consideremos lo que sucedió en el caso de Killer Jack, el más temible matón de la comarca. En modo por demás descortés le clavó un hacha en la cabeza a don Blotto, el alcalde del pueblo. Aquello fue un problema para el infeliz munícipe, pues cada vez que inclinaba la cabeza se golpeaba los testículos con el mango del hacha. No podía decir que sí sin sentir un gran dolor, y sí decía que no, golpeaba a los que estaban cerca. Total, ya no podía decidir sobre ningún asunto. Debido a esa penosa circunstancia la administración se paralizó absolutamente. Los servicios de policía quedaron suspendidos. No había agua en las casas; la basura no se recogía; las calles parecían boca de lobo por falta de alumbrado público. Una comisión de señoras encabezadas por el reverendo Amaz Ingrace, pastor de la iglesia local, fue a hablar con don Ulero para pedirle que detuviera a Jack y lo encerrara en una celda de la cárcel en espera de que llegara el juez que había de juzgarlo, y que seguramente lo condenaría a la horca. El sheriff conocía bien a Killer; sabía que opondría una resistencia feroz. Dijo entonces que no podía ir porque su caballo estaba enfermo de un mal diarreico que le impedía andar. El reverendo le ofreció su caballo, un alazán de buena estampa llamado Chariot O Fire. Adujo don Ulero que su pistola estaba encasquillada: si Jack lo atacaba no podría defenderse. La presidenta de la comisión de damas se sacó de abajo de la enagua una Colt .44, y todas las demás mujeres le ofrecieron sus respectivas Derringer. Una señora traía oculto en el miriñaque un rifle Winchester 73, y también se lo ofreció. Así las cosas don Ulero no tuvo más remedio que subir al caballo del pastor. «Un momento -preguntó cuando iba ya a salir-. ¿Con qué hirió Jack a don Blotto?». El reverendo Ingrace le dijo: «Con un hacha». «Ah no -dijo entonces don Ulero al tiempo que se bajaba del corcel-. Eso no corresponde a mi jurisdicción. Si lo hirió con un hacha eso es asunto de la policía forestal». Un tipo le preguntó a otro: «¿Cómo te va?». Respondió: «Bien». Le dijo el primero, hosco: «Pos serás el único». En efecto una sensación de desánimo priva ahora en México. Hay quienes piensan que estamos viviendo los peores tiempos desde hace muchos años. (Para ser más precisos, desde el reinado de Acamapixtli). Yo digo que no debemos dejarnos poseer por el abatimiento. Muchos males estamos padeciendo los mexicanos. Algunos derivan de la criminalidad, otros del mal ejercicio del poder y del insano dominio que los partidos políticos detentan sobre la vida nacional. Todo eso ha dado origen a una crisis de carácter social cuyos efectos finales no se pueden predecir. Al menos yo no puedo predecirlos, pues eso de adivinar el porvenir no se me da muy bien: predije, por ejemplo, que Calderón haría un buen gobierno. Aun así debemos seguir adelante sin perder la confianza en nuestro país ni en nosotros mismos. Aunque esto suene a frase de un libro de superación personal (esos que recomiendan ser un águila y no una gallina, sin tomar en cuenta que los huevos de águila no se comen), hagamos de esta crisis no un problema, sino una oportunidad, y no veamos nada más lo negativo. Meñico Maldotado, infeliz joven con quien la naturaleza se mostró avara en la parte correspondiente a la entrepierna, contrajo matrimonio con Pirulina, muchacha muy sabidora de la vida. Lo vio ella por primera vez al natural y le dijo: «¡Ay, Meñico! Es cierto que estamos en época de crisis ¡pero tú abusas!». FIN.
MIRADOR.
Por Armando FUENTES AGUIRRE.
¿Desde cuándo estaban en el convento esas estatuas? Ninguno de los monjes lo sabía.
Una representaba a un hombre; a una mujer la otra. No eran divinidades clásicas, de mármol, ni figuras heroicas de bronce. Eran una mujer y un hombre comunes y corrientes, de piedra sus efigies, grises como la tierra, como la tierra humildes.
Cierto día las estatuas desaparecieron. Un año después los monjes vieron cerca del convento a una mujer y un hombre que tenían extraordinario parecido con las estatuas. La mujer llevaba un niño en los brazos; el hombre sonreía feliz.
Fray Virila daba una explicación. Decía:
-También las piedras aman. Hasta en la piedra se perpetúa la vida.
¡Hasta mañana!…