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De política y cosas peores


Armando Fuentes

28/01/2018

Aquel señor estaba leyendo (viendo, más bien) el Kama Sutra. Eso no tendría nada de particular de no ser porque el lector tenía más años que un perico. Lo natural habría sido que estuviera leyendo la Imitación de Cristo, de Kempis, o «En el ocaso de mi vida», del maestro Vasconcelos, pero no esa obra de erotismo. Su nieto mayor le preguntó: «¿Qué lees, abuelo?». Respondió el anciano, pesaroso: «Un libro muy triste». «¿Triste? -se asombró el muchacho-. Es el Kama Sutra. ¿Cómo puedes decir que es triste esa obra que enseña a disfrutar la plenitud del sexo?». «Hijo mío -suspiró el añoso señor-. A mi edad todo lo que tiene que ver con el sexo es algo muy triste». Simpliciano, joven varón sin ciencia de la vida, casó con Pirulina, muchacha sabidora. Al año del matrimonio ella solicitó el divorcio. El juez de lo familiar llamó al joven marido y le comunicó la demanda de su esposa. «Dice que ya tienen un año de casados, y que usted no ha consumado el matrimonio». Replicó Simpliciano muy desconcertado: «No sabía que tenía prisa». Ya conocemos a Capronio. Es un sujeto ruin y desconsiderado. Un amigo le dijo: «He notado que llevas siempre en tu cartera un billete de 20 pesos, y que nunca te deshaces de él. ¿Por qué?». Explicó el majadero: «Es que no tengo una fotografía de mi esposa, y se parece mucho a don Benito Juárez»… El padre Arsilio y el rabino Mohel tenían muy buena amistad. Solían jugar dominó todos los viernes, con el compromiso de que ninguno de ellos invocaría al Señor para pedirle que le enviara buenas manos. Una tarde el rabino pasó por el sacerdote a la iglesia, y se encontró con que tenía una fila muy larga de feligreses que iban a confesarse. En eso sonó el celular del padre Arsilio. Quien llamaba era el obispo, que le ordenaba ir de inmediato a su oficina. El buen sacerdote le dijo al rabino: «No puedo pedirles a los fieles que me esperen, y tampoco puedo despacharlos después de tanto tiempo que han esperado. Les diré que eres cura como yo. Simplemente escúchalos e imponles una penitencia. De darles la absolución se encargará el Señor». El rabino Mohel entró en el confesonario. Una linda muchacha le dijo: «Acúsome, padre, de que anoche hice el amor con mi novio». «De penitencia -le indicó el rabino- rezarás cien padrenuestros». «¡Cien padrenuestros! -se asustó la chica-. ¡Por el mismo pecado el padre Arsilio me hace rezar nada más cinco!». Explicó el rabino: «Es que él no sabe lo sabroso que es eso». El señor Manguitas, viejo empleado de oficina así llamado por sus compañeros porque se ponía unas mangas con elástico para no ensuciarse los puños de la camisa al escribir, le pidió a don Algón, su jefe, que le permitiera unas palabras. «Dime» -accedió el ejecutivo. «Señor -dijo con temblorosa voz Manguitas-, tengo 45 años de trabajar aquí. En todo ese tiempo no he faltado un solo día, y sólo llegué tarde -6 minutos nada más- el día que fui a darle cristiana sepultura a mi santa madrecita». «¿6 minutos? -se puso severo don Algon poniéndose en pie para despedirlo-. En adelante procura ser más puntual». El marido regresó a su casa de su visita al médico y le informó a su esposa: «Dice el médico que no puedo hacer el amor». «¡Caramba! -se admiró la mujer-. ¿Cómo lo supo?». Don Chinguetas se sorprendió bastante cuando su esposa doña Macalota, que generalmente se mostraba poco interesada en la cuestión del sexo, le dijo: «Tengo una fantasía. Me imagino que estoy con dos mujeres». «¿Dos mujeres?» -exclamó con azoro don Chinguetas-. «Sí -confirmó doña Macalota-. Una cocinando, la otra haciendo el aseo de la casa, y yo sentada en un sillón viéndolas trabajar». FIN.

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