Nuestros Columnistas Nacionales
De política y cosas peores
Armando Fuentes
29/04/15
Pitoncio empezó a hacer objeto a su novia de toda suerte de tocamientos lúbricos. Le dijo ella con enojo: «¿Qué haces?». Respondió el salaz sujeto: «Estoy ciego de amor por ti, y practico la lectura en Braille». En la penumbra del automóvil aparcado en un romántico paraje la linda chica le dijo a Babalucas: «Hueles muy bonito. ¿Qué te pusiste?». «Un condón -repuso el pavitonto-, pero no sabía que oliera». La Terminal 2 del Aeropuerto de la Ciudad de México es, en lo general, bastante inhóspita. Tiene muy pocos baños, por ejemplo, y los que hay carecen de instalaciones suficientes, por lo que en ellos se forman largas filas de urgidos pasajeros. Eso me recuerda al arquitecto que diseñó un palacio para cierto Papa. El pontífice le devolvió los planos con una anotación: «No somos ángeles». Y es que al tal arquitecto se le había olvidado ponerle baños al edificio. En la misma forma, quien diseñó esa terminal puso tan pocos y tan reducidos que le tuvieron que enmendar la plana y añadir como pegote por lo menos uno más. Los viajeros deben caminar leguas y leguas para salir de esa terminal, o para tomar su vuelo o hacer su conexión. Luego -esto no es culpa ya del arquitecto- hay salas, como la 75, que parecen central de autobuses. Ahí los pasajeros se aglomeran en revuelta confusión, y muchos se sientan en el suelo por falta de butacas. Prefiero mil veces la terminal viejita -la número 1-, más cómoda y hospitalaria. Pero, en fin: esa terminal, la 2, tiene también sitios agradables. Uno de ellos -jamás dejo de visitarlo- es la Librería Gandhi. Aunque pequeña, esta sucursal, atendida por un personal amable y eficiente, ofrece una excelente selección de libros, películas y discos. El otro día encontré ahí una bella grabación. Se llama «Viva el organillo», y contiene piezas de cilindro, ese tradicional instrumento cuyo sonido forma parte de la entrañable voz de la gran Ciudad de México. Lleva ese disco lo que es casi un libro acerca del cilindro y de los cilindreros. Las notas, amenas y eruditas a un tiempo, son obra de Fernando Díez de Urdanivia, a quien tantos buenos servicios debe la causa de la buena música, y de Salvador del Río, gran conocedor del tema. La portada y viñetas llevan la firma de José Reyes Meza, valioso artista de quien me precio de poseer un cuadro. Veinte piezas se escuchan en la grabación que digo. Me emocioné al oír algunas, sobre todo «Las cuatro milpas». Don Jesús de la Peña de la Peña, mi señor suegro -me resisto a llamarlo así, pues fue para mí un segundo padre-, lloraba como un niño al escuchar esa canción. Le recordaba el rancho donde nació y creció, donde trabajó los mejores años de su vida, rancho que su familia y él perdieron por la reforma agraria, y que vieron luego convertido en erial, cuando fue siempre un vergel. Otras piezas contiene el disco: aquellos valses como «Alejandra», «Club Verde» y «Sobre las olas», cuya interpretación hacía exclamar a las señoras y señores de antes: «¡Hasta parece que me estoy casando!». Vienen también «Las mañanitas» -será difícil encontrar una versión más evocadora que ésta- y «El cafetal», con ambiente grabado en el Café de la Parroquia de mis queridos amigos los Fernández. Los autores de este disco merecen un aplauso. Yo se los tributo, y con ambas manos para mayor efecto. Es labor benemérita conservar para siempre una música que se resiste a irse, pero que quizá se irá, como tantas cosas buenas ya se nos han ido. Doy gracias a Luzam, la casa grabadora de este disco, y por haberlo puesto en mis manos le doy gracias a las librerías Gandhi, esos espléndidos sitios de cultura a los que tantos beneficios debo. Al día siguiente de haber dado cristiana sepultura a su marido la flamante viuda le contó a una amiga: «Esa misma noche fue a visitarme el compadre a mi casa. En la sala me dijo que yo le gustaba mucho, y que, con el mayor respeto para el difuntito, quería iniciar una relación conmigo. Yo lo oí seria, seria. Luego fuimos al comedor a tomar un té. Ahí volvió a repetirme su deseo. Y yo seria, seria. Luego, cosa rara, me dijo que quería conocer mi alcoba, y junto a la cama insistió otra vez en que yo le gustaba». Apuntó la amiga: «Y tú seria, seria». «No -dijo la señora-. Ahí sí ya me ganó la risa». FIN.
MIRADOR.
Por Armando FUENTES AGUIRRE.
Llegó sin previo anuncio y me espetó:
-Soy el número uno.
Me lo dijo con tono de arrogancia, como si en verdad fuera el número uno.
Yo sospecho siempre de quienes se creen el número uno. A veces dicen eso porque sufren un complejo de inferioridad. Conocí en cierta ocasión a uno que decía ser el número uno y era en verdad el 22 mil 132. Al parecer sus padres lo habían maltratado cuando niño, y eso le había afectado en tal forma la autoestima que tenía que compensar su número.
No obstante eso felicité al que decía ser el número uno. Si en verdad aspiras a ser bueno debes hacer sentir a todos aquellos con los que tratas que son el número uno, aunque no lo sean. Después de todo tú tampoco eres el número uno.
¡Hasta mañana!…