26/11/2017 – Don Fervorino y doña Homilia formaban un matrimonio muy devoto. Él era secretario perpetuo de la Cofradía de Cofrades, y ella fungía como prefecta de la Velatoria Diurna. Quien esto escribe siente una sana envidia de las mujeres y hombres que pertenecen a ese tipo de asociaciones religiosas. Su fe se acendra en el trato con quienes comparten su misma devoción, y en sus reuniones fortalecen su vocación de bien. Alguna vez quizás el escritor tendrá la humildad que se requiere para ser parte de alguna agrupación como las que daban sentido a la vida aquellos esposos. Una tarde don Fervorino y doña Homilia fueron a visitar a don Chinguetas y doña Macalota. Lo hicieron sin aviso previo, con la confianza que les daba haber compartido la misma mesa, hacía dos años, en el desayuno de primera comunión de Carlanguito, sobrino nieto en cuarto grado de don Fervorino, y en séptimo de doña Macalota. A los anfitriones no dejó de mortificarles aquella visita inesperada, pues ella solía dedicar las tardes a ver una serie en Netflix, y don Chinguetas se iba al café con sus amigos. Apechugaron, sin embargo, y resignadamente oyeron la conversación de los piadosos cónyuges. Don Fervorino habló de lo mal que andan el mundo y el pueblo de Chivato, del cual era originario, cuyos moradores no celebraban ya como antes la procesión de Santa Femia, patrona del lugar. Doña Homilia, por su parte, narró con detenimiento la vida del santo del día, San Clorosio, centurión romano que se convirtió al cristianismo y que por eso fue decapitado en Roma en tiempos de Diocleciano. Cada año, relató, Clorosio se aparece en el aniversario de su martirio en el sitio donde tuvo lugar su decapitación. Se le ve caminar llevando su cabeza bajo el brazo. De trecho en trecho se detiene y le da a la cabeza cariñosos besos. Ni don Chinguetas ni doña Macalota eran particularmente religiosos, así que oían con impaciencia las quejas de don Fervorino y la edificante relación de doña Homilia, que a ellos no los edificaba nada. Por fin los visitantes se pusieron en pie para marcharse. «Nos vamos» -anunció don Fervorino. «¡Cómo! -exclamó don Chinguetas fingiendo pena por la despedida y mirando furtivamente su reloj-. ¡Pero si apenas hace 4 horas, 35 minutos y 16 segundos que llegaron!». «No se apuren -dijo doña Homilia-. Mañana volveremos. Es la fiesta de Santa Emerenciana virgen, cuya vida conozco bien por ser devota suya. Les traeré una estampita suya bendecida por el padre Arsilio». «Qué pena -se apresuró a decir doña Macalota, cuyo instinto de conservación jamás la abandonaba-. Mañana salimos a Timbuctú, donde estaremos hasta el 2021 por motivos del trabajo de Chinguetas. Pero los esperamos a nuestro regreso». «No lo olvidaremos -prometió don Fervorino-. Aquí estaremos ese año en esta misma fecha y hora». «Encomiéndense a Santa Femia y San Clorosio -los exhortó doña Homilia-. Los dos son bastante milagrientos». Así dijo: milagrientos. «Lo haremos, lo haremos -prometió don Chinguetas abriéndoles la puerta-. Maneje con cuidado, amigo Fervorino. Y usted, señora Homilia, quede con diez». Quiso decir «con Dios» pero se equivocó. «¡Hasta la vista, Calotita!» -gritó Homilia. Doña Macalota no la escuchó. Estaba ya frente a la tele viendo el siguiente episodio de su serie. «Au revoir, Chinguetas -se despidió don Fervorino-. Y recuerde: el demonio está siempre en acecho». Don Chinguetas cerró la puerta y se recargó en ella, como si temiera que los visitantes entraran otra vez. Lanzó un suspiro de alivio y rezó en su interior una oración: «Señor: haz que los malos se vuelvan buenos, y que los buenos no nos jodan con su bondad». FIN.