De política y cosas peores

Armando Fuentes

09/11/17

Don Algón le dijo a su socio: «No perdamos de vista a la nueva secretaria. Al llenar su solicitud de empleo, en la parte correspondiente a  Sexo  escribió 18 páginas a renglón cerrado». Susiflor platicaba con su abuelita acerca de su nuevo novio (el nuevo novio de Susiflor, no de su abuelita). «¡Es un bombón!» -le comentó feliz. «¿Un bombón? -repitió la abuela-. Pues ten cuidado, hija. Los bombones engordan». Babalucas no sabía nada de beisbol. Se sorprendió entonces al ver que un bateador iba con lentitud a la primera base sin haber golpeado antes la pelota. Le preguntó a su vecino de asiento la razón de aquello. El aficionado le explicó: «Es que tiene cuatro bolas». Babalucas se puso en pie y le gritó a toda voz al pelotero: «¡Camina con orgullo, hombre! ¡No cualquiera tiene eso!». Mi padre, de cuya presencia goza ya el Señor, era enemigo de tener armas en su casa. En la del abuelo guardaba a buen resguardo el rifle .22 de los conejos y el 30.06 de los venados. Y es que en su juventud vivió una experiencia dolorosa. De cacería con un grupo de amigos estaban una noche en el campamento, charlando en torno de la hoguera, cuando se apareció de pronto un individuo, el rostro cubierto por un paliacate, que esgrimió ante ellos un machete al tiempo que les intimó con ronca voz: «¡Rotos desgraciados! ¡Cáiganse con todo lo que traigan!». Uno de los cazadores estaba apartado del resplandor del fuego. Tomó su rifle, que tenía al lado, y sin apuntar le disparó al asaltante. Con un balazo en la frente cayó muerto el hombre. Era uno de los compañeros, que a fin de jugarles una broma se había disfrazado de bandido. Para mi padre, fogueado cazador, las armas constituían siempre un peligro. No entiendo por qué un país como Estados Unidos sigue sujeto al poder de la NRA, defensora a ultranza del derecho que los ciudadanos tienen de poseer y portar armas. La perversa asociación hace tal defensa en nombre de la libertad, pero lo cierto es que en el trasfondo de sus cabildeos está el enorme negocio de la fabricación y venta de armamento. A la masacre de Las Vegas siguió días después otra igualmente trágica en Texas. Y a ésta seguirá otra, y otra, y otra más. ¿Hasta cuándo se pondrá fin a la locura que consiste en que cualquiera puede comprar un arma, incluso de guerra, con la misma facilidad con que se compra una hamburguesa? En México un cierto político, bien por algún oculto interés de orden crematístico, bien por pura estupidez, empezó a mover el agua a fin de que se concediera a los mexicanos el mismo derecho que sus vecinos en el norte tienen. Por fortuna sus maniobras no hallaron más seguidor que su propia sombra. Ojalá en el futuro nadie recoja esa torpe iniciativa. Doña Frigidia, ya se sabe, es la mujer más helada del planeta. Tan fría es que hizo un viaje a Costa Rica y congeló la lava de todos los volcanes que en ese bello país están activos. Don Frustracio, el marido de la glacial señora, pasaba las de Caín por la absoluta indiferencia que ella mostraba en materia de sexo, pues en él ardían aún los rijos de la sensualidad. Así las cosas fue con el médico de la familia y le confió su sinsabor. «Dele dos de estas pastillas a su esposa -prescribió el facultativo-. Contienen un poderoso agente erógeno que pone en la mujer incontenibles ansias amorosas». Esa noche don Frustracio deslizó las dos grageas en la taza de leche tibia que solía beber su esposa ya en la cama, y él mismo se tomó cuatro a fin de fortalecer su personal libido. Pasaron unos minutos, y de pronto doña Frigidia se enderezó en la cama y profirió con fuerte voz: «¡Quiero un hombre!». Don Frustracio gritó igualmente: «¡Yo también!». FIN. Don Algón le dijo a su socio: «No perdamos de vista a la nueva secretaria. Al llenar su solicitud de empleo, en la parte correspondiente a  Sexo  escribió 18 páginas a renglón cerrado». Susiflor platicaba con su abuelita acerca de su nuevo novio (el nuevo novio de Susiflor, no de su abuelita). «¡Es un bombón!» -le comentó feliz. «¿Un bombón? -repitió la abuela-. Pues ten cuidado, hija. Los bombones engordan». Babalucas no sabía nada de beisbol. Se sorprendió entonces al ver que un bateador iba con lentitud a la primera base sin haber golpeado antes la pelota. Le preguntó a su vecino de asiento la razón de aquello. El aficionado le explicó: «Es que tiene cuatro bolas». Babalucas se puso en pie y le gritó a toda voz al pelotero: «¡Camina con orgullo, hombre! ¡No cualquiera tiene eso!». Mi padre, de cuya presencia goza ya el Señor, era enemigo de tener armas en su casa. En la del abuelo guardaba a buen resguardo el rifle .22 de los conejos y el 30.06 de los venados. Y es que en su juventud vivió una experiencia dolorosa. De cacería con un grupo de amigos estaban una noche en el campamento, charlando en torno de la hoguera, cuando se apareció de pronto un individuo, el rostro cubierto por un paliacate, que esgrimió ante ellos un machete al tiempo que les intimó con ronca voz: «¡Rotos desgraciados! ¡Cáiganse con todo lo que traigan!». Uno de los cazadores estaba apartado del resplandor del fuego. Tomó su rifle, que tenía al lado, y sin apuntar le disparó al asaltante. Con un balazo en la frente cayó muerto el hombre. Era uno de los compañeros, que a fin de jugarles una broma se había disfrazado de bandido. Para mi padre, fogueado cazador, las armas constituían siempre un peligro. No entiendo por qué un país como Estados Unidos sigue sujeto al poder de la NRA, defensora a ultranza del derecho que los ciudadanos tienen de poseer y portar armas. La perversa asociación hace tal defensa en nombre de la libertad, pero lo cierto es que en el trasfondo de sus cabildeos está el enorme negocio de la fabricación y venta de armamento. A la masacre de Las Vegas siguió días después otra igualmente trágica en Texas. Y a ésta seguirá otra, y otra, y otra más. ¿Hasta cuándo se pondrá fin a la locura que consiste en que cualquiera puede comprar un arma, incluso de guerra, con la misma facilidad con que se compra una hamburguesa? En México un cierto político, bien por algún oculto interés de orden crematístico, bien por pura estupidez, empezó a mover el agua a fin de que se concediera a los mexicanos el mismo derecho que sus vecinos en el norte tienen. Por fortuna sus maniobras no hallaron más seguidor que su propia sombra. Ojalá en el futuro nadie recoja esa torpe iniciativa. Doña Frigidia, ya se sabe, es la mujer más helada del planeta. Tan fría es que hizo un viaje a Costa Rica y congeló la lava de todos los volcanes que en ese bello país están activos. Don Frustracio, el marido de la glacial señora, pasaba las de Caín por la absoluta indiferencia que ella mostraba en materia de sexo, pues en él ardían aún los rijos de la sensualidad. Así las cosas fue con el médico de la familia y le confió su sinsabor. «Dele dos de estas pastillas a su esposa -prescribió el facultativo-. Contienen un poderoso agente erógeno que pone en la mujer incontenibles ansias amorosas». Esa noche don Frustracio deslizó las dos grageas en la taza de leche tibia que solía beber su esposa ya en la cama, y él mismo se tomó cuatro a fin de fortalecer su personal libido. Pasaron unos minutos, y de pronto doña Frigidia se enderezó en la cama y profirió con fuerte voz: «¡Quiero un hombre!». Don Frustracio gritó igualmente: «¡Yo también!». FIN.  MIRADOR. Por Armando FUENTES AGUIRRE. «Las palabras se las lleva el viento». Ésas son las únicas palabras que el viento se llevará. No es cierto que el viento se lleve a las palabras. ¿Acaso se ha llevado las del Padre Nuestro? ¿O las que en Gettysburg pronunció Lincoln? ¿O las frases que dijo Churchill en el curso de la Segunda Guerra? Hay palabras que caen en el alma como piedras y ahí se quedan para siempre. Encontré unas del español Max Aub: «Si crees en Dios, ¿por qué no eres santo?». Sentí esa frase como un latigazo en la conciencia. Es cierto: quien cree en Dios, por ese solo hecho debe empeñarse cada día en buscar la santidad. No una santidad esplendorosa para llegar a los altares, sino una sencilla santidad para llegar al prójimo con obras de bien, con pequeñas acciones de bondad. «Si crees en Dios, ¿por qué no eres santo?». ¡Qué pregunta! ¿Cuál es mi respuesta? ¡Hasta mañana!…

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