Armando Fuentes
29/10/2017
«No podemos seguir viéndonos aquí». Eso le dijo al odontólogo su amante, una mujer casada. Y es que sus encuentros amorosos tenían lugar en el consultorio del dentista, un día por semana. «¿Por qué no podemos vernos aquí? -preguntó él-. ¿Quieres que vayamos a un motel, con todos los riesgos que eso implica para tu honra y mi reputación? Además ha subido mucho el precio de las habitaciones, y más si pides una con jacuzzi. En mi consultorio no corremos ningún peligro, y nos hallamos a salvo de miradas indiscretas. Todos piensan que estás en tratamiento; nadie sospecha de lo nuestro. A tu marido le dices que vienes a que te saque una pieza dental, y él se lo cree». «Sí -replicó, mohína, la mujer-. Pero ya nada más me queda un diente». El pequeño Edipito llegó a la academia cuando ya había empezado la lección. Le preguntó su maestro: «¿Por qué llegas tan tarde?». Explicó el pequeño Edipo: «Venía a tiempo, profesor, pero se me ocurrió darle un besito a mi mamá y.». Un solitario individuo bebía su copa en una mesa de cantina. Se le veía triste, lleno de aflicción, como si una inmensa desgracia lo agobiara. El tabernero, compasivo como todos los de su oficio, fue hacia él y le preguntó solícito: «¿Le sucede algo, amigo? ¿Puedo serle de ayuda?». Respondió el otro, sombrío: «Tuve una discusión violenta con mi esposa Uglilia. Ella me dijo que en castigo no me daría sexo en todo un año». «¡Qué barbaridad! -exclamó el de la cantina sinceramente condolido-. ¡Con razón está usted tan compungido y apesadumbrado!». «Sí -confirmó el sujeto ahogando un sollozo-. ¡Hoy se cumple el año!». El notario público hizo venir a su despacho a la curvilínea chica. Le informó solemnemente: «Señorita Dulcibel: como usted sabe, hace una semana falleció don Magnesio, de quien usted fue secretaria. Meses antes de su muerte el señor hizo testamento. Pues bien: usted es su legataria». «¡Óigame no! -protestó con enojo Dulcibel-. Pasé con él varios fines de semana, no lo puedo negar, pero eso no significa que sea yo eso que usted dice». Babalucas preguntaba muy intrigado: «Si es cierto que los chinos son ahora los nuevos magos de la tecnología, ¿por qué entonces siguen comiendo con palitos?». Don Poseidón, granjero acomodado, llamó por teléfono a una tienda que vendía artículos por correo y preguntó cuánto costaba el paquete de rollos de papel higiénico. Le contestó el encargado: «Puede usted encontrar el precio en nuestro catálogo». Respondió don Poseidón. «Si tuviera su catálogo no necesitaría papel higiénico». Doña Macalota, la esposa de don Chinguetas, le dijo a su marido: «Tengo ganas de conocer el lobby bar del Hotel Zar de las Rusias. Mis amigas me cuentan que es un lugar muy elegante, decorado bellamente. Está de moda y quiero conocerlo». Él trató de disuadirla; le dijo que era un bar como todos. Ella, sin embargo, insistió en su petición. Dijo que no era posible que sus amigas conocieran un lugar al que ella no había ido. Tanto porfió que por fin el marido, como todos los maridos, se rindió al deseo de su mujer y la llevó al famoso bar. Apenas habían ocupado su mesa cuando se acercó a ellos la estupenda morena que vendía cigarros y flores y le dijo a don Chinguetas: «Al rato quiero tener contigo una conversación privada. Necesito que me aclares algo». Tras decir eso la guapa fémina se alejó meneando provocativamente su estupendísimo derriére. Doña Macalota se indignó. Hecha una furia le preguntó a su casquivano esposo: «¿Quién es esa mujer?». «No me lo preguntes -contestó, sombrío, don Chinguetas-. Bastantes problemas voy a tener para explicarle a ella quién eres tú». FIN.