Armando Fuentes
21/10/17
Nadie con sentido de la moral y la decencia debería posar los ojos en el vitando cuento que abre el telón de esta columnejilla. Lo narro sólo porque hoy es sábado, día propicio a los desórdenes de la conducta. Un hombre llamado Minucio se divorció de su mujer. Tiempo después ella contrajo nuevo matrimonio. Sucedió que a los pocos días de la boda el tal Minucio se topó en un bar con el flamante marido de su ex esposa. Le preguntó, burlón: «¿Qué sentiste al circular por una carretera que yo ya había recorrido?». Respondió el otro, tranquilo: «Sentí como si estrenara la carretera. Solamente dos pulgadas estaban transitadas». El novio le dice a la novia: «¿Por qué no hacemos como si ya fuéramos casados?». El esposo le dice a la esposa: «¿Por qué ya no lo hacemos como cuando éramos solteros?». El Tratado de Libre Comercio, TLCAN o NAFTA, fue para México una especie de revolución que transformó nuestra vida cotidiana. A pesar del cambio de los tiempos nuestro país seguía siendo en muchos aspectos una aldea. Con el TLC empezamos a tener acceso a numerosos bienes y servicios de los que antes carecíamos. Entramos a un mundo globalizado, y eso nos hizo trabajar más y hacernos más competitivos. De ahí derivaron muchos buenos frutos para México y los mexicanos, pese a los ominosos augurios y feroces críticas de los conservadores disfrazados de izquierdistas. Lo mejor que a las tres naciones podría suceder sería mantener ese acuerdo, adaptarlo a nuestra época y aun ampliarlo para aumentar sus beneficios. Desgraciadamente irrumpió en el paisaje ese río de babas que se llama Trump, epítome de la ignorancia y de la estupidez, y ahora el TLC está en peligro. No sé mucho de estas cosas -de todas sé muy poco, o nada- pero tengo la impresión de que nuestros negociadores, con Ildefonso Guajardo a la cabeza, están actuando en las conversaciones sobre el Tratado no sólo con pleno conocimiento de los temas que se discuten, sino con prudencia y energía, y además con dignidad ante la prepotencia y arrogancia que muestran los personeros del atrabiliario presidente yanqui. (Ignoro qué significa «atrabiliario», pero si la palabra quiere decir «cabrón» está muy bien empleada). Todo indica que el Tratado está en grave peligro. Sería una pena que no resistiera las embestidas de Trump, pues eso redundaría en daño para los tres países signatarios. Es muy fácil decir que podemos buscar otros mercados en Europa, Asia y América, pero lo cierto es que nuestro mercado natural está en el país vecino. Ojalá nuestros representantes logren salvar algo, lo más posible, de este naufragio que los mismos que lo provocan habrán de lamentar. Don Calendárico, señor de edad muy avanzada, anunció su matrimonio con Pechina Pomponona, frondosa fémina de 40 años. En esa edad la mujer se halla en la plenitud de su prestancia física, y es dueña de saberes que no poseen las muy jóvenes, a las que en el momento del amor todo se les va en soltar risitas y decir hurtando el cuerpo: «No me agarres ahí porque me dan cosquillas». El médico de cabecera del provecto galán se preocupó al conocer la noticia del casorio. Pensó que el esfuerzo físico que supondría para don Calendárico el cumplimiento del débito conyugal lo pondría en trance hasta de perder la vida. No sería la primera vez que en su ejercicio profesional conociera casos de hombres que se iban al otro mundo en el momento de disfrutar el mayor goce de éste. Le preguntó al añoso señor: «¿Está usted consciente, don Calendárico, de que este matrimonio lleva consigo el peligro de muerte?». «Lo sé perfectamente, doctor -respondió el viejo-. Pero, total, si la muchacha muere me busco otra». FIN.
MIRADOR.
Por Armando FUENTES AGUIRRE.
Cuando la esposa del marino oyó decir que éste había perecido en el mar hizo construir en su casa de New Bedford una torrecilla para desde ahí ver la llegada de los barcos.
Todos los días subía a ella y se pasaba horas atisbando la curva del océano. Miraba a lo lejos un velero y su corazón latía. Luego, al ver que no era el de su hombre, le parecía que el corazón se le iba a detener.
Sólo salía de su casa para ir a la iglesia los domingos. Se molestaba grandemente si alguien se refería a ella como viuda.
-¿Por qué me dice así? -lo reprendía-. ¿Acaso sabe con seguridad que mi marido ha muerto?
Pasaron los años. Pasaron muchos años. Ella seguía subiendo a su torre, y ponía siempre en la mesa dos cubiertos. La gente decía que estaba un poco loca.
Una noche atracó en el muelle un barco ballenero. De él bajó un anciano que caminando lentamente se dirigió a la casa de la mujer. Ella lo vio venir y abrió la puerta. Le dijo él:
-Perdóname.
Le dijo ella:
-No me digas nada. Ven, vamos a cenar. La mesa está ya puesta.
¡Hasta mañana!…