Armando Fuentes
18/10/17
«¡Canalla! ¡Infame! ¡Maldecido! ¡Bribón! ¡Bellaco! ¡Fementido!». Todos esos dicterios le espetó don Cornulio al hombre a quien halló en la cama con su esposa. Con la de don Cornulio, digo, no con la del canalla, infame, etcétera. Se volvió el cínico individuo hacia el mitrado esposo y le preguntó con aire ausente: «¿Me lo dice a mí?». Capronio fue con un amigo a una mancebía o lupanar. Vio a las señoras que ahí prestaban sus servicios y comentó en voz alta: «¡Qué viejas están todas estas viejas!». La mariscala o mamasanta del establecimiento se enojó. «¡Más respeto, caballero! -le exigió en tono airado-. ¡Recuerde que nuestra profesión es la más antigua del mundo!». «Sí -admitió Capronio-. Pero no pensé que aquí estarían las fundadoras». A don Jesús Robles Toyos, ingenioso político de Sonora, pertenece la sonora frase según la cual «El poder a los inteligentes los vuelve pendejos, y a los pendejos los vuelve locos». El elemento corruptor que al poder se atribuye deriva primariamente del sentimiento de soberbia que pone en quienes lo detentan. Esa prepotencia los lleva a creerse absolutos, o sea absueltos de someterse a las leyes que a los demás obligan. En el ámbito de la política la arrogancia hace que los gobernantes se sientan por encima de los gobernados, y los miren como a entes inferiores. De ahí ese sentido de superioridad que en el mejor de los casos asume la forma del paternalismo estatista y en el peor lleva a la dictadura. Tal es el origen de episodios tales como el del helicóptero oficial -uno más- usado para propósitos que más parecen de diversión privada que de utilidad pública. Desde luego México no es el único país en que hay una brecha entre «nosotros» -así se siente la casta de los poderosos- y «ellos» -así nos miran a los ciudadanos-. Pero en nuestro país a la soberbia se añade el convencimiento en los políticos de que, hagan lo que hagan, sus acciones no tendrán para ellos consecuencia alguna. Esa actitud de quienes nos gobiernan es lo que nos tiene ligeramente jodidísimos. Sólo el empoderamiento de la sociedad civil podrá traer un cambio que acabe con esta viciosa situación. Menos gobierno y más participación cívica es lo que necesitamos. De los políticos ningún cambio podemos esperar. Don Poseidón fue a un rancho ganadero cuyo dueño vendía toros sementales. Quería comprar uno para su hato de vacas, pues con el paso del tiempo el semental que tenía se había vuelto semestral: necesitaba medio año para reponerse después de cada cubrición. Le dijo al propietario que quería un toro que no pesara mucho, pues sus vacas eran de raza chica, más lecheras que de carne, y un semental demasiado grande las derrengaría igual que si un enorme luchador de sumo tuviese trato de carnalidad con una frágil geisha. El propietario trajo un toro, y después de sopesarle con una mano los testículos le dijo al comprador: «Este toro pesa 457 kilos». Trajo un segundo toro; le sopesó igualmente los dídimos y sentenció: «El peso de éste es de 524 kilos». Trajo un tercero, le sopesó los compañones y dictaminó: «Éste pesa 615 kilos». Don Poseidón le preguntó, asombrado: «¿Cómo puede calcular con tanta precisión el peso de sus toros?». Replicó el del rancho: «Con sólo sopesar los testículos del animal puedo decir su peso exacto. Eso no es tan difícil: a mi esposa y a mis hijos les he enseñado a hacerlo, y también al trabajador del rancho». Don Poseidón escogió un toro y pagó el precio al propietario. Le dijo éste: «La factura y los papeles del animal se los dará mi esposa. Podrá hallarla en la casa». Fue el granjero y volvió a poco. «¿No la encontró?» -le preguntó el del rancho. «Sí -contestó don Poseidón-. Pero estaba ocupada calculando el peso del trabajador». FIN.
MIRADOR.
Por Armando FUENTES AGUIRRE.
A media mañana voy por la autopista.
Es claro el día, después de varios en que faltó el sol. No se ven nubes en el cielo, que hoy ha sacado a orear su azul. Recuerdo un verso poco rubeniano de Rubén Darío: «¡Qué alegre y fresca la mañanita!».
El campo ha verdecido por las lluvias. Hasta los montes parecen recién hechos. Las palmas del desierto tienen luz, como el cuerpo de las muchachas que acaban de salir del baño.
Antes del agua la tierra se veía terrosa. Su grisura ponía pesadumbres en el alma, tan dada a las pesadumbres, pobrecita. Ahora todo es nuevo, incluso el alma. Cuando está de buen ánimo Diosito se convierte en aguador, y pone el milagro de sus linfas en el polvo y en el hombre.
La tierra es muy agradecida. Por cada gota de agua que recibe da una brizna de hierba, una hoja de árbol o un pétalo de flor. Los hombres deberíamos ser como ella, agradecidos, y convertir en buenos frutos el bien que sin merecerlo recibimos.
Infinitas gracias hemos de dar el día en que aprendamos a dar gracias.
¡Hasta mañana!…