Armando Fuentes
11/10/17
«Ardo en deseos de darte una chupadita en las bubis. ¿Cuánto me cobrarías por cumplir mi antojo?». Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le hizo esa pregunta, inmoral a todas luces y de muy mal gusto, a Galatea Tetonia, joven mujer de busto exuberante. (En los restoranes no podía leer el menú, pues le quedaba demasiado lejos). Ella se indignó al escuchar semejante badomía. Respondió con ofendida dignidad: «Soy una dama». «Precisamente -contestó Pitongo-. Si fueras un caballero no te pediría eso. Te ofrezco 10 mil pesos; 5 mil por cada bubis». «Me estás ofendiendo» -le reprochó Tetonia. Inquirió el salaz sujeto: «¿Te ofendería menos si te ofreciera más? Puedo darte 15 mil». «Eres un grosero» -declaró ella. Acotó él: «Lo grosero se quita con dinero. Te ofrezco 20 mil pesos». Volvió a negar ella y volvió a pujar él, no en el sentido del esfuerzo físico sino de la puja comercial. Hizo llegar su oferta a 30 mil pesos. Galatea recordó entonces una bolsa de marca que había visto en cierta tienda departamental de lujo, bolsa que costaba precisamente esa cantidad. Tal recordación le debilitó grandemente tanto la indignación como los escrúpulos morales. Aceptó, pues, el trato y acompañó a Pitongo a su automóvil. Ahí, después de cerciorarse de que no había nadie cerca -el pudor, usted sabe- procedió a poner al descubierto los dos ebúrneos hemisferios que formaban su espléndido tetamen. Afrodisio empezó por acariciar con delectación el generoso encanto de la fémina. Sus manos recorrieron, ávidas, toda la tibia y suave comarca pectoral. Luego se puso a besar con lenes y morosos besos los redondeados frutos. En esos gratos ejercicios el sabidor galán empleó 30 minutos, según midió la pragmática Tetonia en su reloj. Impaciente le preguntó a Pitongo: «¿A qué horas va a ser lo de la chupadita?». «No -opuso él sin suspender sus toqueteos ni sus ósculos-. Eso de la chupadita sale muy caro». Dos amigos catalanes tuve en Saltillo, mi ciudad. Uno se llamaba Wifredo Bosch, y era intelectual. El otro, Juan Aligué, era pastelero. Wifredo fue uno de los mejores hombres que en mi vida he conocido. Escritor de vasta cultura, hablaba con igual admiración de Machado que de Jacinto Verdaguer; de Picasso que de Miró; de Joaquín Rodrigo que de Felipe Pedrell. Juan, por su parte, simpático y decidor, nos cantaba «Baixant de la font del gat»; sostenía que Manuel Ausensi era el más grande cantante de todos los tiempos, y afirmaba que la Callas no era digna ni de calzarle los chapines a Montserrat Caballé. Decía Wifredo: «Soy español». Y precisaba luego: «Catalán». Juan decía: «Soy catalán». Y añadía luego: «Español». Wifredo hablaba el castellano con acento catalán. Juan hablaba el catalán con acento castellano. Pero ambos, con todo y llevar a Cataluña en su sangre y su alma, veían en España a la patria común. Yo digo que ni Rajoy debe atentar contra el catalanismo ni Puigdemont debe renegar de la gloriosa hispanidad. Sin Cataluña quedaría mutilada España; sin España sería Cataluña una nave al garete, una hija sin madre, una hoja al viento. Renuncie Puigdemont a su cerril nacionalismo; abandone Rajoy sus actitudes extremistas, y recuerden ambos el manido pero útil aforismo según el cual hablando se entiende la gente. Don Cornulio y su esposa dormían en la alcoba conyugal. En eso se oyó llegar un automóvil. «¡Mi marido!» -despertó llena de alarma la señora. Don Cornulio, que también había despertado, se enderezó en el lecho y le dijo amoscado: «Yo soy tu marido». «Es cierto -reconoció ella, imperturbable-. Entonces hazme el favor de decirle al que llegó que hoy no lo puedo recibir porque tú estás en casa». FIN.»Ardo en deseos de darte una chupadita en las bubis. ¿Cuánto me cobrarías por cumplir mi antojo?». Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le hizo esa pregunta, inmoral a todas luces y de muy mal gusto, a Galatea Tetonia, joven mujer de busto exuberante. (En los restoranes no podía leer el menú, pues le quedaba demasiado lejos). Ella se indignó al escuchar semejante badomía. Respondió con ofendida dignidad: «Soy una dama». «Precisamente -contestó Pitongo-. Si fueras un caballero no te pediría eso. Te ofrezco 10 mil pesos; 5 mil por cada bubis». «Me estás ofendiendo» -le reprochó Tetonia. Inquirió el salaz sujeto: «¿Te ofendería menos si te ofreciera más? Puedo darte 15 mil». «Eres un grosero» -declaró ella. Acotó él: «Lo grosero se quita con dinero. Te ofrezco 20 mil pesos». Volvió a negar ella y volvió a pujar él, no en el sentido del esfuerzo físico sino de la puja comercial. Hizo llegar su oferta a 30 mil pesos. Galatea recordó entonces una bolsa de marca que había visto en cierta tienda departamental de lujo, bolsa que costaba precisamente esa cantidad. Tal recordación le debilitó grandemente tanto la indignación como los escrúpulos morales. Aceptó, pues, el trato y acompañó a Pitongo a su automóvil. Ahí, después de cerciorarse de que no había nadie cerca -el pudor, usted sabe- procedió a poner al descubierto los dos ebúrneos hemisferios que formaban su espléndido tetamen. Afrodisio empezó por acariciar con delectación el generoso encanto de la fémina. Sus manos recorrieron, ávidas, toda la tibia y suave comarca pectoral. Luego se puso a besar con lenes y morosos besos los redondeados frutos. En esos gratos ejercicios el sabidor galán empleó 30 minutos, según midió la pragmática Tetonia en su reloj. Impaciente le preguntó a Pitongo: «¿A qué horas va a ser lo de la chupadita?». «No -opuso él sin suspender sus toqueteos ni sus ósculos-. Eso de la chupadita sale muy caro». Dos amigos catalanes tuve en Saltillo, mi ciudad. Uno se llamaba Wifredo Bosch, y era intelectual. El otro, Juan Aligué, era pastelero. Wifredo fue uno de los mejores hombres que en mi vida he conocido. Escritor de vasta cultura, hablaba con igual admiración de Machado que de Jacinto Verdaguer; de Picasso que de Miró; de Joaquín Rodrigo que de Felipe Pedrell. Juan, por su parte, simpático y decidor, nos cantaba «Baixant de la font del gat»; sostenía que Manuel Ausensi era el más grande cantante de todos los tiempos, y afirmaba que la Callas no era digna ni de calzarle los chapines a Montserrat Caballé. Decía Wifredo: «Soy español». Y precisaba luego: «Catalán». Juan decía: «Soy catalán». Y añadía luego: «Español». Wifredo hablaba el castellano con acento catalán. Juan hablaba el catalán con acento castellano. Pero ambos, con todo y llevar a Cataluña en su sangre y su alma, veían en España a la patria común. Yo digo que ni Rajoy debe atentar contra el catalanismo ni Puigdemont debe renegar de la gloriosa hispanidad. Sin Cataluña quedaría mutilada España; sin España sería Cataluña una nave al garete, una hija sin madre, una hoja al viento. Renuncie Puigdemont a su cerril nacionalismo; abandone Rajoy sus actitudes extremistas, y recuerden ambos el manido pero útil aforismo según el cual hablando se entiende la gente. Don Cornulio y su esposa dormían en la alcoba conyugal. En eso se oyó llegar un automóvil. «¡Mi marido!» -despertó llena de alarma la señora. Don Cornulio, que también había despertado, se enderezó en el lecho y le dijo amoscado: «Yo soy tu marido». «Es cierto -reconoció ella, imperturbable-. Entonces hazme el favor de decirle al que llegó que hoy no lo puedo recibir porque tú estás en casa». FIN. MIRADOR. Por Armando FUENTES AGUIRRE. ¿Alguien se acordará todavía de la revista «Chiquitín»? Era una publicación católica destinada a los niños. En aquellos años, tan lejanos en el tiempo, de tanta cercanía en el recuerdo, aparecían dos revistas infantiles de gran venta, popularísimas las dos. Una se llamaba «Pepín»; «Chamaco» la otra. La jerarquía de la Iglesia consideró que esas publicaciones proponían malos ejemplos a la infancia, y promovió otra destinada a combatirlas. Para bautizarla se combinaron, por razón de marketing, los nombres de aquellas dos inmorales revistas, y la eclesial se llamó «Chiquitín». Se ponía a la venta los domingos. Yo la esperaba con ansiedad, pues me gustaba mucho. La compraba a la salida de la misa -quizá sólo por eso iba a la misa-, y pagaba con gusto los 15 centavos que costaba, de los 20 que mi padre me daba de domingo. Dejé de leerla cuando llegué a la adolescencia. En adelante mis revistas fueron «Vea», «Pigalle» y «Vodevil», tempranas versiones mexicanas del Playboy. Si hoy en alguna librería de viejo me ofrecieran un ejemplar del «Vea» y otro del «Chiquitín» batallaría para escoger entre ellos. Seguramente acabaría por comprar los dos. ¡Hasta mañana!…