Armando Fuentes
08/10/2017
Doña Tebaida Tridua, ya se sabe, es censora de la pública moral. Y de la privada también, si al caso viene. Estuvo ausente de la ciudad unas semanas, pues asistió al Congreso Internacional de Sociedades Pías que este año se celebró en Poughkeepsie, Nueva York, lugar de nacimiento de Ed Wood, considerado unánimemente por la crítica el peor director de cine que ha existido en la historia del llamado séptimo arte. ¿Qué fue lo primero que hizo doña Tebaida al regresar de su importante viaje? Reprobó con áspera acrimonia el cuento que viene al final de esta columneja. Dijo que tal narración «contribuirá a la decadencia de las costumbres en nuestra sociedad». Mis cuatro lectores decidirán si leen esa historia, que la ilustre dama tacha de «vitanda», o si apartan de ella los ojos por algún escrúpulo de moralina. El relato viene al final de este espacio con el título de «El magnate de Oriente que se enamoró de una cortesana de Occidente». Antes de darle salida pondré aquí otro cuentecillo que le sirva de pórtico o umbral. Cierto señor celebró su cumpleaños, y un amigo le regaló un telescopio para que pudiera ver los cráteres de la Luna y a una mujer del edificio de enfrente cuando se bañaba. Días después el festejado le dijo al obsequiante: «El telescopio que me regalaste no tiene buen alcance». «Sí que lo tiene -opuso el amigo-. Un día antes de tu cumpleaños lo probé, y aunque vivo a 3 kilómetros de tu casa pude verte perfectamente cuando hacías el amor con tu mujer en la recámara». «¿Lo ves? -replicó el otro con acento triunfal-. Te digo que el telescopio no sirve. Ese día ni siquiera estuve en mi casa, pues andaba de viaje». Viene ahora el cuento que se anunció ut supra, o sea arriba: «El magnate de Oriente que se enamoró de una cortesana de Occidente». La Bella Mata era una famosa beldad de principios del pasado siglo. En su primera juventud fue cantatriz y danzarina en teatros de segunda, pero su singular belleza la puso de inmediato en el camino de hacer fortuna, pues sus encantos empezaron a cotizarse cada día más caros en el mercado europeo del placer. Duques y marqueses al principio, reyes y emperadores luego, rivalizaban por entrar en el lecho de la hermosa y disfrutar los placeres inefables que su cuerpo de perfección y su innata sabiduría de hetera deparaban al feliz mortal que la gozaba. Sucedió que de cierto país de Oriente llegó a Francia un hombre inmensamente rico, pues comerciaba lo mismo en sedas, tapices y brocados que en oro, perlas y diamantes. Ver a la Bella Mata y prendarse de ella fue todo uno. Pasó con la mujer una noche, y su amoroso arrebato creció hasta el punto en que le pidió que fuera su esposa. La quería sólo para él; lo atormentaba el pensamiento de que estuviera en brazos de otros hombres. Tras oír la proposición de matrimonio que de rodillas le hizo el oriental la Bella Mata dijo: «El hombre que me despose deberá comprarme un hotel en París, una villa en la Toscana, un chalet en Suiza, un departamento en Nueva York y una casa en Saltillo». «¡Complo, complo!» -ofreció ansiosamente el hombre con su acento de Oriente. Prosiguió la hermosa: «Deberá además regalarme un yate de 50 metros de eslora, un abrigo de visón, un collar de esmeraldas y rubíes y una bolsa de pan de pulque, también de Saltillo». «¡Legalo, legalo!» -prometió el magnate. «Finalmente -concluyó la cortesana-, el hombre que se case conmigo deberá medir su varonía en las icónicas 12 pulgadas, ni una más ni una menos». Exclamó entonces con vehemencia el oriental: «¡Colto, colto!». FIN.