De política y cosas peores

Armando Fuentes

02/10/17

En la habitación 210 del Motel «Venus» la linda chica se dispuso a llenar el cheque que el maduro señor le había entregado. Se vuelve hacia el añoso caballero y le dice: «¡Caramba, don Geronte! ¡Tampoco su pluma funciona!». Por nuestras venas de mexicanos corren dos sangres confundidas y mezcladas hasta el punto de ser ya una misma sangre. La primera es la de nuestros antepasados aborígenes; la otra es la de aquéllos que vinieron de España y aquí plantaron -quiero decir sembraron- su lengua, su religión y su cultura. De dos linajes estamos hechos, pues. Renegar de uno o del otro es abjurar de la mitad de nosotros mismos. Olvidan eso los que el 12 de octubre -¿aún se llama Día de la Raza?- danzan en desagravio de Cuauhtémoc o maculan la estatua de Colón. Lo olvidan también aquéllos que todavía usan la palabra «indio» como insulto. Yo amo por igual mis dos estirpes. Siento orgullo de la herencia que los nobles y laboriosos tlaxcaltecas trajeron a Saltillo, y llevo en mí el legado europeo de quienes fundaron mi ciudad. Amo a España, la patria a la que muchos mexicanos damos aún el título de madre. En ese amor comulgo con dos ilustrísimos paisanos míos: Carlos Pereyra, historiador, y Artemio de Valle Arizpe, literato. Ambos están hoy muy olvidados -todo está hoy muy olvidado- pero los dos dejaron huella en mí, lo mismo que otro gran hispanista, el regiomontano Alfonso Junco. Por ese amor de mexicano a España la quiero una y unida. A la hora en que esto escribo desconozco aún el resultado del referéndum que ayer se hizo en Cataluña. Muchas razones tienen los catalanes para exaltar su prosapia, pero herirían profundamente a España, y se mutilarían ellos mismos, si consumaran por causa de un nacionalismo exacerbado, y de antiguos y nuevos rencores, una separación que a los primeros que dañaría en muchas maneras sería a los propios catalanes. Hombres y mujeres de buena fe se han esforzado por conciliar las demandas de la comunidad catalana con la necesidad de conservar unida a España, y han dado importantes pasos para mantener el respeto a su lengua, su cultura y sus ansias de autodeterminación. Se puede lograr esa conciliación si las partes en conflicto atemperan la imposición autoritaria de unos y la beligerante demagogia de otros. Las ideas de hispanismo y de catalanismo no necesariamente se oponen una a la otra si hay buena voluntad en todos, razón y altura de miras. Hago una pertinente aclaración: estas palabras mías se inspiran en el amor que siento por España, y en mi anhelo filial de verla indivisa. Si he errado al escribir lo que escribí culpen mis cuatro lectores a ese amor. Ante el amor, ya se sabe, claudica el pensamiento. Aquel sultán gozaba fama de ser el hombre más potente de las naciones árabes: se decía que en una sola noche satisfacía sin interrupción a 20 de sus odaliscas. Un motín popular lo hizo salir de su país y exiliarse en uno de occidente. Bien pronto halló trabajo: cierto empresario teatral -no era precisamente Sol Hurok- le ofreció un contrato para que realizara su acto en un club nocturno clandestino. La noche del estreno se levantó el telón y aparecieron en escena las 20 supuestas odaliscas, cada una de las cuales se recostó en un diván. Salió entre aplausos el sultán y procedió ipso facto a hacer la demostración. El desencanto del culto público presente fue muy grande cuando después de disponer de la odalisca número 15 el sultán no pudo ya seguir y abandonó la escena. «¿Qué te pasó, Abdul? -le preguntó con enojo el empresario-. Por tu culpa tendré que devolver las entradas». «No me lo explico -respondió apenado el sultán-. En el ensayo general de hoy en la tarde todo salió muy bien». FIN.

MIRADOR.
-Tuve una hijita -relata la mujer morena-. Pero como no me la admitían en la casa donde iba a trabajar decidí venderla.
¿Qué edad tiene esta historia? Puede tener 100 años, o 50, o diez. Quizá sucedió ayer. Nos habla de pobreza; de injusticia; de discriminación. Miles de mujeres indígenas dejan el lugar en que nacieron y vivieron sus primeros años y van a trabajar en las ciudades grandes, lo cual implica una dolorosa separación, un desgarramiento.
Esas «trabajadoras del hogar» -ya no se llaman sirvientas, criadas, y ni siquiera empleadas domésticas- no reciben la publicidad de los indocumentados. Y sin embargo también envían dinero a sus familias, y sufren igualmente las penalidades del destierro.
Muchos dramas humanos suceden frente a nosotros, y no los vemos. Tan grande indiferencia ante el sufrimiento de los pobres forma parte también de la injusticia y la discriminación.
¡Hasta mañana!…

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