Armando Fuentes
29/09/17
Quizá mi corazón no está de luto, pero mi entrepierna guarda un minuto de silencio. He aquí que Hugh Hefner pasó a peor vida (aunque se haya ido al Cielo). Pienso que el creador de Playboy debe figurar en la lista de los más grandes personajes que vivieron en el Siglo Veinte. De la mujer hizo una diosa ante cuya majestad los hombres hemos de rendirnos. Se ha dicho que la revista que fundó era una publicación ligera, tan ligera que sus lectores la sostenían con una sola mano. Sin embargo las entrevistas que Playboy publicó figuran entre las más importantes de su tiempo, y los escritores señeros de la época tuvieron a honor que sus textos aparecieran en sus páginas. Hugh Hefner hizo algo más que ayudar a millones de adolescentes a coordinar el sentido de la vista con la motricidad manual. Contribuyó a liberar a su país -y al mundo- de las telarañas sexuales derivadas de los dogmas de la moral y los tabúes de la religión. Puso alegría de vivir donde otros pusieron tristezas y temores. Mostró que en este valle de lágrimas siempre hay motivos para poner una sonrisa en la mitad del lloro. Algunos dirán que convirtió a la mujer en un objeto sexual. Posiblemente, pero ni la más encendida -o apagada- feminista podrá negar que muchas mujeres habrían dado el brazo derecho de su mejor amiga con tal de que Hugh Hefner hubiera hecho de ellas un objeto sexual. Por los días en que estuve en la Universidad de Indiana el gran playboy dio ahí una conferencia. Se hallaba en el apogeo de su fama, de su riqueza y su apostura física. Al final de la disertación uno de mis maestros, el profesor Stempel, le hizo una pregunta que pretendía ponerlo en apuros. Su intención no estaba exenta de un cierto tufo de moralina, pues sin decirlo remitía a cuestiones como la condición efímera de los placeres mundanales y la precariedad del hombre frente a la vejez y la cercanía de la muerte. Preguntó el profesor Stempel: «Dígame, mister Hefner: ¿qué hace un playboy cuando llega a los 60 años?». Sin vacilar respondió él: «Seguir siendo un playboy». En el curso de su charla relató que siempre quiso tener su propia revista. Cuando dispuso de un modesto capital para cumplir su sueño no supo qué tipo de revista hacer. Fue a un kiosko de publicaciones y se dio cuenta de que las había de todas clases: de información general; de arte y cultura; científicas; deportivas; para el hogar; de modas. Había revistas para el cazador; para los aficionados a los relatos policíacos; para el coleccionista de estampillas postales; para los automovilistas. ¿Qué nicho podía él ocupar en medio de tantos y tantos nichos? En eso -¡oh venturoso azar!- pasó por ahí una hermosa chica de agraciado rostro y apetecibles formas. Todos los hombres que ahí estaban volvieron unánimes la vista para admirar su espléndido caderamen y sus promisorias piernas. ¡Eureka!, pudo haber dicho Hefner. Aquella muchacha, sin saberlo, dio origen a la que ha sido la revista, si no más leída, sí más vista del mundo. Quizá su creador no está en la morada celestial. Y qué bueno, pues ahí se aburriría eternamente en la ingrata compañía de gélidas vírgenes y sanguinosas mártires. Pero está en la gloria de quienes han dado a sus semejantes una razón para dar gracias por la vida y por todo lo que la vida nos regala, al menos cuando está de buen humor. Yo, desde mi insignificancia, declaro que a pesar de todo lo que he dicho no envidio al palyboy Hefner. Él, es cierto, vivió rodeado de bellezas. Pero yo vivo rodeado de belleza. Y la belleza se disfruta más cuando se goza en singular. Él tuvo mucha riqueza, sí. Pero yo tengo muchas riquezas. Y la riqueza se goza más cuando se disfruta en plural. FIN. Quizá mi corazón no está de luto, pero mi entrepierna guarda un minuto de silencio. He aquí que Hugh Hefner pasó a peor vida (aunque se haya ido al Cielo). Pienso que el creador de Playboy debe figurar en la lista de los más grandes personajes que vivieron en el Siglo Veinte. De la mujer hizo una diosa ante cuya majestad los hombres hemos de rendirnos. Se ha dicho que la revista que fundó era una publicación ligera, tan ligera que sus lectores la sostenían con una sola mano. Sin embargo las entrevistas que Playboy publicó figuran entre las más importantes de su tiempo, y los escritores señeros de la época tuvieron a honor que sus textos aparecieran en sus páginas. Hugh Hefner hizo algo más que ayudar a millones de adolescentes a coordinar el sentido de la vista con la motricidad manual. Contribuyó a liberar a su país -y al mundo- de las telarañas sexuales derivadas de los dogmas de la moral y los tabúes de la religión. Puso alegría de vivir donde otros pusieron tristezas y temores. Mostró que en este valle de lágrimas siempre hay motivos para poner una sonrisa en la mitad del lloro. Algunos dirán que convirtió a la mujer en un objeto sexual. Posiblemente, pero ni la más encendida -o apagada- feminista podrá negar que muchas mujeres habrían dado el brazo derecho de su mejor amiga con tal de que Hugh Hefner hubiera hecho de ellas un objeto sexual. Por los días en que estuve en la Universidad de Indiana el gran playboy dio ahí una conferencia. Se hallaba en el apogeo de su fama, de su riqueza y su apostura física. Al final de la disertación uno de mis maestros, el profesor Stempel, le hizo una pregunta que pretendía ponerlo en apuros. Su intención no estaba exenta de un cierto tufo de moralina, pues sin decirlo remitía a cuestiones como la condición efímera de los placeres mundanales y la precariedad del hombre frente a la vejez y la cercanía de la muerte. Preguntó el profesor Stempel: «Dígame, mister Hefner: ¿qué hace un playboy cuando llega a los 60 años?». Sin vacilar respondió él: «Seguir siendo un playboy». En el curso de su charla relató que siempre quiso tener su propia revista. Cuando dispuso de un modesto capital para cumplir su sueño no supo qué tipo de revista hacer. Fue a un kiosko de publicaciones y se dio cuenta de que las había de todas clases: de información general; de arte y cultura; científicas; deportivas; para el hogar; de modas. Había revistas para el cazador; para los aficionados a los relatos policíacos; para el coleccionista de estampillas postales; para los automovilistas. ¿Qué nicho podía él ocupar en medio de tantos y tantos nichos? En eso -¡oh venturoso azar!- pasó por ahí una hermosa chica de agraciado rostro y apetecibles formas. Todos los hombres que ahí estaban volvieron unánimes la vista para admirar su espléndido caderamen y sus promisorias piernas. ¡Eureka!, pudo haber dicho Hefner. Aquella muchacha, sin saberlo, dio origen a la que ha sido la revista, si no más leída, sí más vista del mundo. Quizá su creador no está en la morada celestial. Y qué bueno, pues ahí se aburriría eternamente en la ingrata compañía de gélidas vírgenes y sanguinosas mártires. Pero está en la gloria de quienes han dado a sus semejantes una razón para dar gracias por la vida y por todo lo que la vida nos regala, al menos cuando está de buen humor. Yo, desde mi insignificancia, declaro que a pesar de todo lo que he dicho no envidio al palyboy Hefner. Él, es cierto, vivió rodeado de bellezas. Pero yo vivo rodeado de belleza. Y la belleza se disfruta más cuando se goza en singular. Él tuvo mucha riqueza, sí. Pero yo tengo muchas riquezas. Y la riqueza se goza más cuando se disfruta en plural. FIN. MIRADOR. Por Armando FUENTES AGUIRRE. Las cataratas del cielo se abrieron y la tierra quedó cubierta por las aguas. Ahora los lugareños maldicen la lluvia, ellos que en tiempo de sequía la piden con desesperación. El pobre Dios -Dios, pobrecito- se ha rascar confuso la cabeza ante la veleidad humana. Le rezamos para que llueva y luego le pedimos que ya no llueva tanto. Tiembla la tierra, y con ella temblamos nosotros. Llega la tempestad y se nos encoge el alma. Luego nos olvidamos del temblor y de la tormenta, y seguimos viviendo como siempre. Uno de los lugares más comunes en las redes sociales, ese reino del lugar común, es el que se refiere a «la furia de la naturaleza». La naturaleza no tiene furias, digo yo. Su indiferencia es la misma que la de los dioses, que sometieron el mundo a sus dictados y luego se fueron a dormir quién sabe a dónde y hasta cuándo. Ante esa indiferencia lo único que los hombres podemos hacer es volvernos más humanos. Otra cosa no podemos hacer. ¡Hasta mañana!…