Nuestros Columnistas Nacionales
DE POLITICA Y COSAS PEORES
Armando Fuentes
03/09/2017
Noche de bodas. Acabó el primer trance del connubio, y el novio quedó tendido de espaldas en el lecho, el cuerpo y el espíritu transidos por ese dulce cansancio que sigue al acto del cumplido amor. Y es que su flamante mujercita había puesto en práctica con él las más peregrinas artes de erotismo, al lado de las cuales el Kama Sutra quedó en calidad de manual para principiantes. «¡Caray, Friné! -le dijo él embelesado, arrobado y extasiado-. ¡Posees un innato sentido de la sensualidad!». «No -explicó ella-. Lo que sucede es que antes de conocerte me dedicaba a esto profesionalmente». Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, le dijo a su suegra: «No somos tan opuestos como usted piensa, suegrita. Tenemos algo en común: a los dos nos habría gustado que su hija se hubiera casado con otro hombre». Don Chinguetas le comentó a don Algón: «Mi mujer se pone cariñosa cuando brilla la luna». «La mía -contestó don Algón- se pone cariñosa cuando brilla la lana». (Un hombre maduro le preguntó al entrenador en el gimnasio: «¿Qué máquina me recomiendas como para impresionar a mi novia?». Respondió el otro: «La del cajero automático»). Ovonio Harón, ya lo sabemos, es el hombre más holgazán de la comarca. En toda su desgraciada vida ese gran perezoso no junta un turno de 8 horas de trabajo. Él justificaba su haraganería diciendo: «Es que soy demasiado pesado para hacer trabajos ligeros, y demasiado ligero para hacer trabajos pesados». Su vecino, un jubilado norteamericano, se la pasaba todo el día trabajando en el jardín, arreglando el tejado de la casa o pintando las paredes por enésima vez. Ovonio se cansaba sólo de verlo trabajar, y le preguntaba por qué afanaba tanto. El mister le decía: «Rest is rust». Descansar es oxidarse. Sin embargo ese plausible ejemplo de laboriosidad no movía a Ovonio a renunciar al pecado mortal de la pereza. Por causa de su zanganería llegó a verse en estado de necesidad. Casi ni para comer tenía ya. Ni aun así buscó un trabajo. Un día se dirigió -ya tardecito- a la iglesia parroquial, y postrándose frente a una imagen de la Guadalupana le pidió a la Virgen que le hiciera un depósito en su cuenta del banco, ofreciéndole que si le hacía ese milagro agarraría a chingazos -así dijo-a su compadre Volterino, que dudaba de las apariciones en el Tepeyac. «¡Por favor, Madre mía! -suplicó encarecidamente-. ¡Necesito dinero!». El sacristán del templo conocía a Ovonio, y cuando lo vio llegar su puso tras la imagen de Juan Diego. Fingió la voz del santo y dijo con voz fuerte: «¡Pos trabaja, grandísimo huevón!». Oyó eso el tal Ovonio y montó en cólera. Exclamó hecho una furia: «¡A ti no te estoy hablando, indio pata rajada!». Don Cornulio llegó a su casa y se enteró de que su mujer había salido. Le preguntó a la mucama: «¿Iría de compras?». Respondió ella: «Por la forma en que iba vestida más bien creo que iba de ventas». El marido de doña Frigidia, le pidió a su cónyuge la realización del acto que tanto la ley civil como el derecho canónico imponen como deber a los casados. «Hoy no -respondió la señora-. Me duele la cabeza». Prometió el sufrido esposo: «¡Te juro que la cabeza ni siquiera te la tocaré!». El cuento con que termina esta larga sucesión de chascarrillos es de moralidad dudosa. Las personas que no gusten de leer ese tipo de relatos deben suspender aquí mismo la lectura. Solicia Sinpitier, madura señorita soltera, le gritó desde la alberca del hotel a su amiguita Himenia, célibe como ella: «¡Ven, Hime! ¡El agua está acogedora!». Respondió la señorita Himenia: «Entonces me voy a aventar de pompas». (No le entendí). FIN.
MIRADOR
Historias de la creación del mundo.
El Señor hizo la vid.
Y a consecuencia de eso hizo al ornitorrinco.
El Señor hizo al hombre.
Luego, ya con más práctica, hizo a la mujer.
El Señor hizo al camaleón.
El diablo lo copió, e hizo a los políticos.
El Señor hizo el amor.
Y el amor se encargó de hacer la vida.
La vida le pidió al Señor que le hiciera una hermana.
Entonces el Señor hizo a la muerte.
Pero también, en su infinita bondad, hizo al recuerdo.
Y el recuerdo convirtió a la muerte en vida.
¡Hasta mañana!…