DE POLITICA Y COSAS PEORES

Armando Fuentes

31/07/2017

Un hombre joven le comentó a otro: «Mi novia es insaciable en el renglón del sexo. Quiere que le haga el amor a mañana, tarde y noche, y pone en práctica conmigo toda suerte de ejercicios eróticos, lo mismo linguales que digitales y manuales. ¿Qué crees que debo hacer para que le desaparezca ese apetito?». Respondió el otro, lacónico y escueto: «Cásate con ella».Yo tengo la desdicha de que no sé nada de futbol. Yo tengo la ventura de que no sé nada de futbol. Desdicha, porque mi ignorancia acerca del juego me sitúa en una vergonzante minoría, pues lo políticamente correcto, aun entre la crema de la intelectualidad, es ser capaz de discutir las incidencias del último partido entre las Chivas y el América con la misma seriedad con que se analiza una partita de Bach o un poema de San Juan de la Cruz. Ventura, porque mi indiferencia ante el futbol me pone al amparo de las continuas decepciones que trae consigo nuestro subdesarrollo en ese juego, espejo fiel de la realidad nacional. Igual que hace 20, o 30, o 50 años nuestros gloriosos ratoncitos verdes siguen cayendo con la cara al sol y obteniendo grandes victorias morales. Aparte de dar de vez en cuando alguna figura relevante, el futbol mexicano navega en las grisáceas aguas de la mediocridad o en las oscuras corrientes de una burda comercialización. No se tomen en cuenta mis palabras, sin embargo: ya dije que son las de un ignaro en materia futbolística y en todas las demás materias pertenecientes al mundo material. A lo que voy es a manifestar mi oposición al tristemente célebre grito coral «¡Ehhhhh puto!», grandiosa aportación de México al futbol. He llegado a la conclusión de que ese grito está muy lejos de ser inocente, inofensivo o inocuo. Es una manifestación injuriosa que se aplica al adversario para degradarlo. Claramente homofóbico, el tal grito contribuye a la discriminación de que siguen siendo objeto entre la gente baja las personas de preferencias sexuales diferentes. Así, el llamado «juego del hombre» asume una actitud machista torpe y anacrónica. Ese grito debería desterrarse de las tribunas. Y no sería difícil hacerlo: bastaría con que el árbitro, al escucharse ese ofensivo «¡Ehhhhh puto!», suspendiera definitivamente el partido y mandara a jugadores y público a su casa. Debidamente reglamentada tal medida, y dada a conocer con oportunidad a los aficionados, estoy seguro de que bastaría aplicar el castigo una sola vez para suprimir aquella grosera muestra de incultura e incivilidad. Y eso no sería atentar contra la libertad de nadie. Sería alentar la sana convivencia entre todos. Don Astasio llegó a su casa después de su diaria jornada de trabajo. Colgó en la percha su saco, su sombrero y la bufanda que usaba aun en los días de calor canicular y se encaminó a su recámara a fin de reposar un rato antes de la cena. Lo que en la alcoba vio le quitó al mismo tiempo el apetito y el descanso. He aquí que su consorte, doña Facilisa, estaba en conchabanza adulterina con un mancebo en quien don Astasio reconoció al repartir de pizzas. Fue el infeliz esposo al chifonier donde guardaba una libreta en la cual anotaba palabras denostosas para menoscabar a su mujer en tales ocasiones. Volvió y le espetó la última que había registrado: «¡Prójima!». El lexicón de la Academia da a ese vocablo la connotación de mujer pública. En seguida se dirigió al muchacho: «Y usted, joven noneco, ¿qué clase de pendejo cree que soy?». El mozalbete suspendió los meneos que en ese momento lo ocupaban y ponderó seriamente la cuestión. Respondió luego con sinceridad: «La verdad no lo sé, señor. ¿Cuántas clases hay?». Don Astasio meneó la cabeza tristemente y salió de la habitación sin decir más. FIN.

MIRADOR

San Virila es comprador de pájaros en jaula.
De todas partes le llegan pajareros; hombres, mujeres, niños, viejos, que le traen aves de todas las especies: mirlos, gorriones, tordos, golondrinas, calandrias, petirrojos, jilgueros, estorninos. Y San Virila compra todos esos pájaros. Los paga con dinero que saca de la caja de las limosnas o con cosas que obtiene de la cocina del convento: quesos, manteca, vino, huevos, pan.
Al principio los frailes -sobre todo el ecónomo y el despensero- se indignaban por los robos que hacía el frailecito. Pero luego se maravillaban al ver que todo lo que había tomado se hallaba otra vez en su lugar: la caja de las limosnas estaba nuevamente llena, y en la cocina no faltaba nada.
¿Qué hacía San Virila con las aves que cada día compraba? Las ponía en libertad. Abría las jaulas en que se las traían, y los pájaros echaban a volar. «Son criaturitas del Señor» -decía. Sus hermanos le reprochaban: «Quienes todos los días te traen a vender pájaros abusan de ti. Se mantienen con lo que tú les das». Y contestaba San Virila: «También ellos son criaturitas del Señor».
¡Hasta mañana!…

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