De política y cosas peores

Armando Fuentes

05/07/17

«¿Quiere usted servirme de testigo en un caso de adulterio?». El conductor del taxi se asombró al oír esa petición que le hizo el pasajero que subió a su coche. Añadió el hombre: «Si me hace ese servicio le daré 5 mil pesos». El taxista aceptó el ofrecimiento tanto por lo atractivo de la suma como por la curiosidad de presenciar el episodio de escándalo que de seguro se iba a producir. Llegaron a la casa del señor y con pasos tácitos se dirigieron a la alcoba. El hombre abrió la puerta violentamente, y con el taxista irrumpió en la habitación. ¿Qué vieron? Lo que mis cuatro lectores han adivinado ya. En el lecho conyugal se hallaba la esposa del señor en erótico acople con un tipo. Desnudos la pecatriz y su mancebo, ni siquiera tuvieron tiempo de cubrir su desnudez. Sacó el marido una pistola y apuntó con ella a la cabeza del asustado follador. «¡No dispares, Cucoldo! -clamó llena de angustia la mujer-. Ni siquiera sabes quién es el hombre al que quieres privar de la existencia. Mentí cuando te dije que había heredado de mi padre una cuantiosa suma. La verdad es que todo lo que tenemos se lo debemos a mi amante. Él me dio para comprar el coche deportivo que te regalé en tu cumpleaños. Por él pudimos adquirir la acción del club de golf. Él ha pagado todos los viajes que hemos hecho. Él me obsequió esta residencia que te dije había adquirido yo con el dinero de la herencia. Él cubre todos nuestros gastos; por él podemos vivir la vida de lujos que llevamos. ¿Y así quieres matarlo? ¡Desagradecido!». El marido, desconcertado, se volvió hacia el taxista, que presenciaba impertérrito los acontecimientos. Le preguntó, dudoso: «¿Qué haría usted en mi lugar?». Respondió el testigo del adulterio: «Cubriría con la cobija al caballero, no sea que se me vaya a resfriar el pobrecito». La primera vez que escuché el nombre de Canadá fue en una obra de teatro en la que actué de niño. Se llamaba «El juramento del caudillo huronés», y trataba de las misiones que establecieron los jesuitas entre los aborígenes hurones e iroqueses. Después oí decir que del Canadá había traído mi tío Federico Sánchez el par de enormes toros sementales para las vacas lecheras del establo que don Teodoro, su papá, había formado en el bello rancho llamado El Refugio, cerca de Saltillo, donde pasaba mis vacaciones infantiles. Ese establo tenía grabado en el piso de la entrada un epitafio de homenaje a una vaca: «En memoria a La Chavira. 26 litros diarios». «El corsario negro» y «El mariscal de campo» eran los sonorosos nombres de esos toros cuya tarea de sultanes me abrió los ojos a los misterios de la vida. Pasados los años mis queridas primas Martha, Cristina y Lety se fueron a vivir a Canadá, y después -muy después- seis de mis nietos fueron a estudiar ahí. Mi buena fortuna me ha llevado varias veces a ese gran país, grande no sólo por su extensión, tan vasta, sino sobre todo por los valores que alienta, fincados al mismo tiempo en la más noble tradición y en las más nuevas ideas de progreso. La generosa nación no sabe de discriminación racial, de intolerancia o xenofobia. Abre sus puertas al mundo y da constante ejemplo de pluralismo y respeto a la diversidad. No se conocen ahí los odios e ignorancia que llevaron a su vecino inmediato a poner la estupidez y la soberbia en la máxima magistratura. Yo admiro a Canadá. Agradezco a los toros canadienses las lecciones de vida que me dieron, y a mi tío Lico y a mis hermosas primas haberme hablado bien de ese país del que ahora mis nietos tan bien me hablan. En el 150 aniversario de Canadá le canto unas Mañanitas mexicanas más sentidas y sinceras que el juramento del caudillo huronés. FIN.

MIRADOR

¿Recuerdas, Terry, la vez que se soltó el perro de Juan Gauna?
Enorme era ese perro, y bravo, pues siempre lo tenían amarrado. Aquel día rompió la cuerda que lo ataba y se lanzó furioso hacia nosotros, que en ese momento pasábamos frente a la casa. Mi esposa y yo nos pusimos frente a los niños, para protegerlos, y esperamos la acometida del animal.
Entonces, Terry, tú fuiste contra él, abiertas las fauces, erizado el pelo. Eras pequeño de tamaño -al fin un cocker spaniel- pero atacaste al que nos atacaba. El perrazo se detuvo, vacilante, y luego se escurrió hacia su lugar.
Tú, sin quitarle la vista, esperaste a que nos alejáramos, y luego te reuniste con nosotros como si nada hubiera sucedido. Mis hijos te abrazaron, y mi mujer te dijo: «Gracias, Terry».
Me sigues protegiendo, perro mío. Cuando tengo un mal sueño te apareces, y tus ladridos hacen que la pesadilla se disipe. Estoy tranquilo: sé que a la llegada de la sombra estarás tú para cuidarme de ella. Las tinieblas huirán al verte. Entonces te abrazaré y te diré de nuevo: «Gracias, Terry».
¡Hasta mañana!…

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